De qué hablamos cuando hablamos de septiembre
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Hay varios recuerdos de infancia asociados a septiembre, pero ninguno cobra tanta fuerza como el de la vuelta al cole. Con sus luces y sus sombras. Y entre las sombras estaba el sentimiento de culpa por el libertinaje ocioso con el que día tras día ... habíamos aplazado los deberes de gramática o de aritmética, tareas escolares cuya única finalidad, así lo veíamos, consistía en amargarnos el verano. Más adelante el sentimiento de culpa se volvía miedo al castigo una vez que traspasábamos la frontera que ponía fin a la apacible vagancia estival, frontera que no era otra que la puerta de entrada al colegio. Entonces rezábamos cuantas oraciones podíamos recordar, que en aquellos tiempos grises de estricta educación patriótica y religiosa eran muchas. Por aquel entonces eso era septiembre. Y de eso hablábamos a menudo cuando hablábamos de septiembre.
Pero evocaciones aparte, ¿de qué se habla ahora cuando se habla de septiembre? Dentro del año entero, y acogiéndome a la jerga periodística, septiembre presenta un protagonismo de portada y una potencia de titular. El comienzo del curso académico tiene la sombra alargada y extiende su influencia en el 'modus operandi' de la sociedad: talleres, clases, programas culturales o deportivos, bloques temáticos empiezan su nueva andadura en este mes. En septiembre uno hace planes periódicos, proyecta alternativas al tiempo de trabajo, retoma costumbres, se compromete. En septiembre se vuelve al orden, a la comida sana. A las series inéditas de HBO o de Netflix, a la lectura (la rentrée literaria es apabullante). Pero, a diferencia de la infancia en la que cada curso llevaba implícita una progresión multidisciplinar que lo dotaba de elementos novedosos (ropa más grande, profesor más especializado, nuevos compañeros, libros de texto diferentes…), en el septiembre adulto nada impacta porque nos hallamos inmersos en un sistema operativo de configuración estándar.
Ya no hay sentimiento de culpa, ya no hay miedo, es cierto, pero tampoco hay expectación. Ni mucho menos optimismo. Y basta una sola palabra para sustituir el abanico de sensaciones del niño que ya no somos: desencanto, palabra que sometida a la relación de sinonimia deriva en un término mucho más vigente: desafección.
Desafección a la política y a sus ejecutantes que es, en definitiva, una desafección global. Al igual que los niños de antaño, los políticos han vuelto de las vacaciones con los deberes sin hacer. Pedro Sánchez no solo no los ha hecho; quiere además aparentar que sí y ha lanzado una propuesta a Pablo Iglesias no muy diferente de la anterior, con la particularidad de que en esta subyace una maniobra de presión y persuasión a partes iguales, a la manera de ejercicios escolares copiados a última hora para engañar al profesor; en este caso, al ciudadano. Nada como las cosas sencillas para metaforizar con los asuntos que nos importan.
Tampoco los responsables de la economía nacional e internacional (los mismos, al fin y al cabo, que los responsables de la política) han hecho sus deberes. No se ha contenido el derrumbamiento progresivo en la venta de coches que vaticina un complicado futuro inmediato. El paro aumenta en Euskadi. La mala gestión en la financiación de la escuela pública española lleva a 50.000 escolares a estudiar en barracones. Argentina está al borde de un nuevo corralito. Del Brexit (duro) no saldremos indemnes. Y la subida de aranceles a productos chinos nos salpicará forzosamente dada la cantidad de tecnología, manufacturas consumibles, etcétera que, como la avispa asiática, proceden de China. La guerra comercial -de desgaste, la llaman algunos; otros de 'ojo por ojo, diente por diente'- entre Estados Unidos y China, como el himenóptero invasor, no desaparecerá sin inocularnos mortalmente su veneno.
En esencia todo se repite, la vida sigue igual, presenciamos un constante déjà vu, un día de la marmota como el que Bill Murray está condenado a vivir una y otra vez en 'Atrapado en el tiempo', y septiembre no es el Kinder sorpresa de la infancia, sino un regreso a la rutina que acaso sea también al tedio. Fatal opción. Porque si la rutina se acepta o incluso puede llegar a seducir por su componente de seguridad y de orden, el tedio, por el contrario, asusta, repele y escandaliza. El tedio está demonizado. Nadie admite que le ha atrapado el tedio porque eso es consecuencia de una infame gestión de su vida y de su tiempo.
El individuo persigue denodadamente un aumento del tiempo libre (reducción de la jornada laboral, jubilaciones anticipadas…) que en muchos casos se traduce en un llamamiento a la inacción y, en otros, en una hiperactividad estresante que enmascara una huida del fantasma del aburrimiento, otra forma de tedio. Decía Pessoa, que fue un gran pensador y un absoluto tediócrata: «El tedio de lo constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa diferencia de las cosas, la perenne identidad de todo». Una reflexión que, contextualizada en el párrafo al que pertenece (122 del 'Libro del desasosiego'), viene a significar que la acción (viajar, leer) también puede ser tediosa. Pero creo que me he desviado; este artículo iba sobre septiembre.
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