La gran incógnita
Análisis ·
La incógnita que queda todavía por despejar en estas elecciones es el nivel de una participación que habrá de luchar, imponerse, contra todos los elementosAnálisis ·
La incógnita que queda todavía por despejar en estas elecciones es el nivel de una participación que habrá de luchar, imponerse, contra todos los elementosLos procesos electorales se alimentan de incógnitas. Quién ganará o perderá, quién subirá o bajará, quién con quién pactará. El que esta tarde culmina choca con una incógnita previa que puede desactivar el estímulo que, para el voto, suponen todas las demás. Hablo de la ... participación. Los candidatos han tratado de esquivarla, aunque, en los últimos días, no han logrado disimular su desasosiego. Conjurarla con el silencio ha sido su actitud. Pero seguro que hoy, a las dos y a las seis de la tarde en punto, estarán más atentos a lo que sobre ella diga el servicio electoral que a cualquier otra noticia. La incertidumbre perdurará, sin embargo, hasta el momento en que se cierren los colegios. Y las perspectivas no son buenas.
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Para empezar, nunca ha sido el verano buen momento para elecciones. Y, si bien el de este año no es como los demás, el deseo de esparcimiento buscará cauces alternativos de desahogo. Quien lo eligió obró, sin duda, más por necesidad que por oportunismo. Pospuesta la convocatoria del 5 de abril a causa de la pandemia y de la alarma, mejor reiterarla en cuanto aquélla remitiera y ésta se levantara que arriesgarse a afrontar un recrudecimiento en otoño. Sólo quienes se ven perdedores han criticado la decisión. Ahora bien, acertada ésta o no, las razones que anunciaban, ante el 5-A, el retraimiento del electorado no sólo persisten ante el 12-J, sino que han ganado fuerza de convicción. Si el miedo era entonces a lo desconocido, durante la campaña ha ido en aumento precisamente por haberse ya conocido su maligna naturaleza y sus mortíferos efectos. La covid-19 no es hoy el coco con que alguien habría podido creer que nos asustaban, sino la realidad que ha dejado en Euskadi una estela de 1.600 muertos, además de una devastación económica y una depauperación social como no las habían conocido nuestros mayores. Sólo por eso, el miedo se ha ido convirtiendo, para muchos, en terror. Para éstos, el 'noli me tangere' devenido en 'distancia social' juega en contra de la participación.
Los brotes que aquí y allá vienen produciéndose, y cuya multiplicación se teme más de lo que se espera su control, han hecho aún más pusilánime el estado de ánimo. Por cierto que sea, como se ha dicho, que acudir a las urnas no es más peligroso que ir a la playa, los alicientes para una u otra actividad no tienen la misma eficacia. Por gracia o desgracia, la diversión nos resulta más atractiva que el civismo. Al miedo se le suma además la distracción. El potencial electorado continúa con la mente puesta en sus acuciantes problemas cotidianos, que la rivalidad entre partidos no ha sabido afrontar. También los políticos estaban a otra cosa.
De otro lado, la pereza electoral se sacude, sobre todo, por la intriga sobre quién será el ganador. Es una incertidumbre que estimula el voto. Pero, esta vez, la incógnita estaba despejada de antemano. Hasta los perdedores daban por sentado que lo serían. Descartada, por tanto, la batalla por el más alto escalón del podio, todo ha sido, como en el fútbol, lucha por la permanencia o un puesto digno en la tabla. Poco estimulante. Para más inri, ni siquiera se han reservado los partidos la incógnita, que no se despeja nunca en campaña, sobre con quién pactará cada uno y que supone un notable factor de movilización. Todos han jugado con las cartas boca arriba. Los que abogaban por un pacto de izquierdas lo mismo que quienes preferían continuar con el statu quo. Y, sobre todo, éstos, que han convertido lo que hasta ahora era un lastre del que librarse en un activo del que alardear. Apoyar la alianza importaba más que votar al partido, toda vez que una mayoría absoluta compartida resultaría a la larga más productiva que un triunfo individual. Nunca se había visto tal 'descaro' en una campaña.
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Y, dicho lo dicho, no quiero concluir el artículo, aunque no venga a este cuento, sin dedicar sus últimas líneas a la despiadada profanación de la tumba de Fernando Buesa que alguien perpetró el jueves, ocultando su cobardía en un, esperemos que no definitivo, anonimato. No se ha expresado con suficiente fuerza la repugnancia y la conmoción que tan inhumano acto provoca. Esa pintura roja vertida sobre la lápida es la expresión simbólica del deseo de volver a matar a quien ya fue una vez asesinado. Sirva el desmán de alarma que despierte, además de piedad, la conciencia cívica de la que el ultrajado fue incansable promotor y acendrado ejemplo. Y, si eso fuere demasiado para esta sociedad nuestra tan olvidadiza, que nos mueva a sentir cuando menos, como conciudadanos que somos de quienquiera haya sido su actor, vergüenza.
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