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Se han convertido en los chicos de moda; en el sueño de toda tonta que aún busque un príncipe azul y con pasta. Están en los anuncios, en la prensa, y no solo por sus buenas jugadas o sus goles, sino por sus fraudes a ... Hacienda, o en la prensa rosa mostrando sus lujosas vidas y su novias y esposas perfectas. Son los futbolistas; incluso perteneciendo a un club de Tercera División, se creen los dioses de la pista y con derecho de pernada sobre las mujeres. Tal vez por eso, a las ‘suyas’, las exhiben como a trofeos, cual piezas de caza mayor y exclusiva pertenencia.
Ahora mismo, tres de ellos, jugadores de un club pequeño, el Arandina, de diecinueve, veintidós y veinticuatro años -es decir, mayorcitos para saber lo qué hacían-, están en prisión comunicada y sin fianza acusados de abusar sexualmente de una menor de quince años. Ellos, claro, hablan de relaciones consentidas, pero sus escasos conocimientos les hicieron ignorar que en nuestro Código Penal una menor no puede ‘consentir’ relaciones sexuales. Por suerte, la jueza, esta vez, creyó a la víctima y no la juzgó a ella, sino a ellos tres. Y no, no es una cuestión de sexo: seguro que no les costaría mucho convencer en serio a una mujer adulta para mantener relaciones consentidas; es una cuestión de poder. Toda violación es una cuestión de poder, de demostrar que él, o ellos, tienen el control y son los dueños del cuerpo que agreden. Porque, para ellos, las mujeres no son personas, son trozos de carne con tetas, culo y varios agujeros.
A estos señores -con perdón- se les ha mimado tanto que se consideran impunes en cualquier comportamiento: tanto en sus deudas con Hacienda como en su actuación con las mujeres. Baste recordar aquel futbolista -de cuyo nombre y club prefiero no acordarme-, a quien sus seguidores, desde las gradas, le pedían no preocuparse porque «tú no tienes la culpa, ella es una p...». Con esos mimbres, hemos tejido estas cestas de tipos capaces de anunciarnos juegos de rol, apuestas, póker on-line, perfume… Y cobran millonarias sumas por exhibir su palmito y, para colmo, intentar no declararlas.
Con todo, lo peor es que nuestros jóvenes se miran en ellos como en el espejo ideal para ser alguien; que se mueran científicos, inventores, exploradores, escritores, pintores…, el sueño de estos jóvenes y de muchos de sus padres es llegar a ser un diosecillo con el balón y hacerse rico. Lo demás carece de importancia. Además, he constatado, consternada, que les va la marcha de hacer guarrerías con las mujeres, en grupo: o son demasiado cobardes para hacerlas de uno en uno, o se creen protagonistas de alguna juerga diabólica. Digo yo si no sería buena idea obligar por ley para que sus sueldos no excedieran ciertas cantidades y encarcelar de una vez a todo famosete defraudador. Tal vez, de este modo, se les calmaran las ínfulas y los jóvenes les diera por pensar en otro tipo de alternativas.
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