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Esta semana la Constitución, el texto normativo supremo destinado a consolidar el tránsito de cuatro décadas de franquismo hacia la democracia, cumple cuarenta años. La transición política, ensalzada por unos y vilipendiada por otros, supuso un intento, en un contexto complejo, de sentar las bases ... de un acuerdo de mínimos para convivir en sociedad y garantizar el ejercicio de libertades por parte de la ciudadanía.
La ausencia de condena explícita al régimen franquista por parte del PP y de Ciudadanos tiene tan poca justificación (en realidad, ninguna) como el posicionamiento de aquellas fuerzas políticas vascas que, en otro ámbito de vulneración de derechos fundamentales, siguen negándose a condenar a ETA; no se trata de utilizar falsas simetrías: solo quien condena abierta e incondicionadamente toda violación inadmisible de derechos sienta las bases para una convivencia en paz.
La justicia y la reparación son imprescindibles para la concordia. Como afirmó la expresidenta de Chile, Michelle Bachelet, «las heridas del pasado se curan con más verdad». Y la realidad es clara: el franquismo no fue solo la sublevación militar, el golpe de Estado y la posterior cruenta Guerra Civil; cabría citar como prueba documental numerosos discursos del dictador, o variadas arengas del general Mola, cuyo nombre mancilló nuestras calles vascas durante muchos años, y cuyo rango de nobleza sigue transmitiéndose de forma vergonzante como estirpe a sus herederos, para ensalzar los «valores del servicio a la patria», tal y como el dictador lo dispuso, y nadie en democracia se ha atrevido todavía a derogar.
Volviendo a la historia, basta recordar el contenido de numerosas leyes franquistas o las palabras del general Queipo de Llano, afirmando literalmente que: «Hay que sembrar el terror eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros». ¿Es posible admitir en democracia la no condena o el apoyo explícito a esta ideología?
De 1939 a 1975, el franquismo fue un régimen autoritario, de los más implacables del siglo XX; usó el terror de forma planificada y sistemática para exterminar a sus oponentes ideológicos y aterrorizar a toda la población. La Ley de Amnistía, una ley vergonzante y vergonzosa, decretó una suerte de amnesia oficial, tan injusta como generadora de la cultura del agravio histórico.
La vigente Ley de Memoria Histórica alude en su preámbulo al espíritu de reconciliación y concordia, junto al necesario respeto al pluralismo y a la defensa pacífica de todas las ideas, y a la voluntad de reencuentro con vocación integradora. Apela expresamente la ley a su espíritu fundacional de concordia, y recuerda lo manifestado por la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, que ya en 2002 aprobó por unanimidad una proposición no de ley en la que el órgano de representación de la ciudadanía reiteraba que «nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática».
Es un deber cívico y democrático honrar y recuperar para siempre a todos los que directamente padecieron las injusticias y agravios producidos, por unos u otros motivos políticos o ideológicos o de creencias religiosas, a quienes perdieron la vida. Con ellos, a sus familias. También a quienes perdieron su libertad, al padecer prisión, deportación, confiscación de sus bienes, exilio, trabajos forzosos o internamientos en campos de concentración.
En una democracia la escritura de la historia sólo puede hacerse en un marco de pluralismo, bajo la mirada vigilante y crítica de diversas memorias paralelas que discuten. No corresponde al legislador fijar de manera uniforme una regla para la interpretación del pasado. Nuestra lectura de la historia es un trabajo nunca acabado y siempre problemático. El deber de la memoria ha de acompañarse de una aceptación de la complejidad histórica.
Ahora bien, el relato oficial, público y, sobre todo, los principios sobre los que se asiente nuestro marco político y sus procedimientos de modificación no pueden legitimar el recurso a la violencia. El relato justo del pasado, por difícil que sea, nunca es un punto medio entre víctimas y verdugos. No se trata de imponer una 'verdad oficial' sino de establecer que la discusión acerca de nuestro pasado se lleve a cabo en el marco de los principios democráticos, respeto, pluralidad, ilegitimidad de la violencia y reconocimiento de las víctimas.
Ninguna nación vale tanto como para liquidar al adversario o excluir al que no se identifique con ella. Esta convicción es el gran aprendizaje colectivo que ofrece el final de la violencia. De que la sociedad española, por un lado (en relación al franquismo), y la vasca, por otro, lo interiorice plenamente depende que pueda hablarse de una verdadera reconciliación. La política es el gran instrumento del que disponen los seres humanos para organizar su convivencia. Una sociedad políticamente madura no es una sociedad sin problemas o conflictos. Lo que exige una democracia pluralista es que esos conflictos tengan cauces de expresión y resolución.
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