Hace un año, un documental inglés rescató unas imágenes inéditas de Churchill: el primer ministro siendo abucheado en un mitin en julio de 1945. Acababa de ganar la guerra en Europa y en el campo de fútbol de Walthamstow le silbaban y le interrumpían con ... proclamas laboristas. Tras intentar librarse diciendo que precisamente por eso, para que todo el mundo pudiese expresarse, habían tenido que luchar contra Hitler, Churchill se resignaba y pasaba al modo barra de pub. Las imágenes le muestran frente al micro, con una mano en el bolsillo y con el sombrero en la otra intentando protegerse del sol para ver mejor al público. «Se permiten otros dos minutos de abucheos, si lo desean», dice antes de mirar hacia la grada contraria. «¿Algo de ayuda por ese otro lado?».
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Hay unas imágenes famosas en las que Curro Romero abandona una plaza bajo una lluvia de almohadillas y se frena en seco, dignísimo, manzana y oro, al ver que salen unos policías a protegerle con los escudos. Su gesto es inequívoco: quiere seguir solo, por su propio pie, tranquilamente. Apártense, por favor. Y los agentes se retiran. Por la impresión y por la jerarquía: no manda un oficial donde manda el Faraón.
Ayer Pedro Sánchez retrasó su llegada al desfile del Día de la Hispanidad para evitar los abucheos y los insultos tradicionales. Hasta el punto de que los Reyes tuvieron que quedarse en el coche esperándole. «No abráis la puerta, el presidente no está», decía la gente de la Casa Real. Si el problema de hacer esperar al jefe del Estado es protocolario, o sea jerárquico, el de no ser capaz de aguantar una pitada es político, o sea torero. El presidente ni puede no estar ni puede estar solo donde le conviene. Y esconderse solo sirve para dotar de una extraordinaria autoridad a los emisores de unos gritos que en el fondo no significan nada. Convendría, eso sí, acordar en este país un reglamento de abucheos porque es raro que no se le pueda silbar al presidente en un desfile, pero sí al Rey en una final de Copa. O viceversa. Ya puestos, en términos de convivencia, mucho mejor que silbar es no aplaudir. Y silbar es al menos mejor que insultar. Porque digo yo que lo que entra en algunos sueldos es la crítica, no el ultraje. «No abucheéis, votad», repetía Obama, otro que se manejaba bastante bien ante las muestras de animadversión no solicitadas.
Italia
El terremoto de L'Aquila dejó trescientos muertos y fue peor que un desastre. Fue una sucesión de desastres. Recuerden que un sismólogo detectó semanas antes que algo iba a ocurrir y las autoridades lo denunciaron por alarmista. Ahora una jueza reduce la indemnización a las familias de veinticuatro fallecidos en el derrumbe de un edificio porque quedarse allí fue una «conducta incauta». Sin conocer los detalles, suena curioso: el Estado italiano sancionándole al ciudadano la italianidad. Qué sé yo, el Vesubio está rodeado de casas y, cuando te ven allí abrir mucho los ojos, te dicen que sí, que esa tierra volcánica da unos tomates imbatibles. Si señalas el volcán y mencionas lo de entrar en erupción y arrasarlo todo, Nápoles incluido, se ríen y te dicen que eso lo tienen controlado: está en manos de San Genaro.
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Osakidetza
Los rastreadores de Osakidetza reaparecen para controlar la sarna. Será por infecciones. Lo de hacerse rastreador terminará siendo como hacerse controlador aéreo. Curro asegurado. El caso es que la sarna lleva tiempo preocupando. No solo en el País Vasco. Tras la pandemia -o sea, después del confinamiento y de que las rutinas de la Atención Primaria saltasen por los aires-, vienen advirtiéndolo los dermatólogos: cada vez ven más casos. Un proyecto piloto en la OSI de Barakaldo-Sestao va a trazar contagios y seguir de cerca la evolución de cada paciente, estableciendo un modelo que se extenderá a todo el sistema sanitario vasco. No suena mal. La sarna no es una infección grave, pero mejor que vuelva a ser una poco común.
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