Mi cabeza no tiene memoria, pero mi cuerpo tampoco: unos días de vacaciones me han bastado para olvidar que, cuando me dispongo a salir de casa camino del trabajo, primero tengo que ponerme el bolso (en bandolera, cruzado sobre el pecho) y, después, la mochila. ... En mi caso, el orden de los factores sí altera el producto: si no los coloco de esa forma, al llegar al despacho e intentar quitarme la mochila se lían los tirantes con la correa del bolso y parezco una loca queriendo escapar de una camisa de fuerza. Mientras, mi compañera revuelve su café y me mira pensando que soy idiota. No le falta razón.
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Mis intentos de escapada son siempre así, cotidianos, metafóricos y estúpidos, de mochilas y de bolsos, de pantalones vaqueros que me aprietan y de mañanas que me ahogan. Puestos a escapar, hay que hacerlo a lo grande: un gallego se fue a un concesionario de Mercedes en Holanda, pidió dar una vuelta para probar el coche y acabó en Sanxenxo. La vuelta se la dio, sí, pero por media Europa. Amárrame los pavos. Y, el coche, también.
En cambio, a los que no vamos robando coches por el mundo como un gallego chiflado sólo nos quedan los fines de semana para escapar. Es una pequeña evasión, una fuga con fecha de caducidad y final infeliz. La otra evasión, la grande, la de dar esquinazo a nuestra vida, nunca la llevaremos a cabo; la idea de dejarlo todo para largarte al pueblo de tu abuelo y empezar a cultivar colinabo ecológico siempre se quedará en una conversación de sobremesa entre amigos y gin tonics. Porque no hay valentía suficiente para llevar a cabo una escapada tan ingenua y temeraria. Y porque, en la vida real, la prosa siempre gana a la poesía, a las sobremesas y a los gallegos fugitivos: al final, lo pillaron.
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