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El último Euskobarómetro parece indicar que se ha producido en Euskadi una cierta pérdida de popularidad del independentismo y del ‘procés’ catalán como su referente exterior. Incluso entre quienes se declaran nacionalistas, parece que son más los detractores que los partidarios de un proceso independentista ... de este tipo. Leyéndolo, he recordado que cuando el Parlamento catalán declaró la independencia me entrevistó un reportero del servicio público alemán de televisión ‘Deutsche Welle’, interesándose por el eventual «contagio» a Euskadi. Me pedía también que le valorara la Ley de Transitoriedad catalana. Yo le respondía que para alterar el orden constituido, consideraba que no bastaba una mayoría parlamentaria ordinaria, sino una mayoría cualificada, de dos tercios. Para un alemán, esto es evidente y no hay que explicarlo mucho, porque a lo que nosotros llamamos mayoría cualificada, ellos la llaman directamente mayoría constitucional.
Esta cuestión es previa al debate de la unilateralidad o bilateralidad, que es al final un debate sobre la relación de Cataluña con España. Se trata aquí de cómo se concreta la voluntad de una de las partes, la de los propios catalanes, de cara a una decisión que no es ordinaria, sino que pretende cambiar las reglas de juego y el statu quo. El problema no es, por tanto, solo que el proceso haya sido unilateral, sino también que se ha pretendido adoptar una decisión materialmente constituyente sin una mayoría parlamentaria suficiente.
Más difícil me fue hacerle entender las diferencias entre el independentismo catalán y el vasco. Siguiendo las encuestas, él daba por hecho que el independentismo vasco era más débil. Le dije que la cuestión no era tan simple y que este ha tenido históricamente tanto o más arraigo que el catalán. Que algunas encuestas indiquen hoy un bajo apoyo es un dato que requiere explicación. Creo que si el nacionalismo vasco decidiera escuchar a la izquierda abertzale e iniciar un proceso independentista, no es imposible que el apoyo fuera creciendo, hasta derivar en una sociedad dividida prácticamente en dos mitades. Por tanto, las diferencias entre la coyuntura catalana y la vasca no son estas, sino otras.
Una es la relativa a los sujetos del independentismo. El independentismo catalán era hasta hace una década escasa más débil electoralmente que el vasco. Pero igual que tenía menos filias, también provocaba menos fobias, como consecuencia de una trayectoria histórica que no ha generado las mismas mochilas. En cambio, el desgaste que genera la acción de gobierno ha sido mucho mayor para el mundo convergente que para el PNV, de forma que el primero se ha visto arrastrado a estrategias que no le eran propias como consecuencia de su propia crisis, mientras que el segundo ha tenido más margen para marcar sus propios ritmos.
Otra de las diferencias radica en la territorialidad. El ‘zazpiak bat’, la idea de la unidad de los territorios vascos a ambos lados de la frontera, ha constituido tradicionalmente un dogma para el independentismo, impidiendo promover un proceso a partir de un Parlamento vasco al que negaba legitimidad y tachaba de «vascongado», por representar solo una parte de Euskal Herria. Es cierto que Sortu, el núcleo duro de EH-Bildu, ha apostado en el último congreso por profundizar en la estrategia que inició hace unos años. Consiste en olvidarse de legitimidades, de unidades territoriales irrenunciables, y centrarse en las oportunidades de dicho Parlamento para un proceso que pudiera derivar en un Estado vasco de tres provincias. Un Estado que, tras otros procesos parecidos, pero con distintos ritmos en Navarra y en Iparralde, pudiera derivar con el tiempo en una confederación de tres repúblicas vascas.
Pero conviene tener en cuenta que, aunque la dirección de Sortu haya cambiado de estrategia, para el común de los nacionalistas vascos, al que desagrada la división de los vascos en dos Estados con una frontera, la perspectiva de crear un tercer Estado y una segunda frontera no es quizá la más ilusionante.
La tercera diferencia que veo no es menos importante, ya que afecta al bolsillo y lo hace en momentos difíciles. Euskadi, como Navarra, posee una autonomía financiera importante, la falta de la cual está en parte en el origen del proceso catalán. Pero la misma fortaleza del sistema vasco podría convertirse en su debilidad. Si una serie de empresas catalanas traslada su sede social, los efectos a corto plazo pueden ser importantes, pero no necesariamente graves. En cambio, y solo por poner un ejemplo, si dos empresas vascas como Iberdrola y Petronor trasladaran fuera su sede social, las instituciones de Euskadi perderían automáticamente una parte sustancial de sus recursos.
En resumen, creo que ni los actores ni las condiciones objetivas son en Euskadi equiparables a las catalanas. En todo caso, conviene recordar que los procesos nacionalistas no se juegan solo en el tablero de la racionalidad, sino también en el simbólico y en el sentimental, y que frecuentemente se nutren tanto o más de los errores ajenos que de los aciertos propios.
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