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El rosario de traspasos de carteras ministeriales que hemos venido contemplando me ha traído a la memoria la expresión «una imagen vale más que mil palabras». Máxima que tiene un origen tan contradictorio como las ceremonias que el poder nos ha ofrecido. Dicha frase se ... le atribuye a Arthur Brisbane, periodista al que sus ideas socialistas no le impidieron desarrollar su carrera -primero como redactor jefe y después como reestructurador de periódicos en pérdidas- a la sombra de Randolph Hearst (el maquiavélico magnate de prensa que inspiró la película Ciudadano Kane). Brisbane en 1911 recomendó: «Usad una imagen. Vale más que mil palabras». Desde entonces, una forma de rentabilizar la prensa consiste en aumentar el espacio dedicado a las imágenes y reducir la nómina de buenos redactores. Algo parecido ocurre con los ministros; cada vez se nombran más personajes 'de cuota' (por su género, comunidad autónoma y partido coaligado) y menos expertos en el asunto del correspondiente ministerio.
La prueba de esta opinión es la desbordante felicidad de los agraciados con el cargo de ministro; radicalmente opuesta a la cara de circunstancias de quienes le entregan el maletín, los ya exministros. Los medios de comunicación nos mostraron a unos sujetos nerviosos y orgullosos -despreocupados de la responsabilidad asumida-. Algunos de los cargos cesados me recordaron la imagen del púgil derrotado, que debe aguantar con la mano bajada, mientras que -a su lado- el vencedor saluda, exultante, al público del evento con el brazo en alto. Euforia y tragedia, una al lado mismo de la otra.
A mi juicio, los agraciados con el cargo de ministro no deberían estar tan eufóricos. Ciertamente, para la mayoría de ellos implica una subida de sueldo, coche oficial, la halagadora compañía de un guardaespaldas, así como la ocasión de ofrecer un empleo temporal a algunas personas de su entorno. Pero la deseada notoriedad queda reservada para los que reciben les carteras ministeriales más mediáticas. A los ciudadanos debería darnos mucho que pensar el que los agraciados estén tan exultantes por el cargo. Y es que salvo Castells, González Laya, Grande-Marlaska y Calviño -que son profesionales de primera categoría- los demás nuevos ministros no pierden nada dejando su ocupación previa. Para ellos el nombramiento incluso representa un súbito ascenso social. Y es que los ciudadanos más capacitados para desarrollar una labor eficaz al frente de un ministerio no están interesados en dejar sus puestos durante unos años, pues van a ganar menos que en la empresa privada o en un gran organismo internacional y cuando cesen se verán afectados por un rosario de incompatibilidades. También debemos asumir que los auténticos líderes no suelen prestarse a la sumisión total que exigen los actuales líderes de partidos. En España no encontramos ministros díscolos, incluso dimisionarios, como los que tenemos noticia que hay en EE UU, Reino Unido o Francia. O, como en Bélgica, donde nadie quiere ser primer ministro. Aquí cualquier ministro se traga los sapos que haga falta, pero aguanta en el sillón hasta el último instante.
El hecho de que el señor Sánchez haya batido este año el récord de ministros (el doble que el último gobierno en funciones de Mariano Rajoy) ha provocado que muchos de los nuevos ministerios lo parezcan solo por su nombre. Pues realmente son secretarías de Estado 'ascendidas', concebidas para lanzar futuros candidatos a puestos autonómicos o para pagar un apoyo parlamentario. Tiempo al tiempo. Dentro de unos meses podremos valorar el desempeño de los ministerios de Derechos Sociales, Igualdad, Consumo, Investigación, Transición Ecológica…, que, además de tener escasas competencias, las comparten con las comunidades. A la estrategia de crear ministerios para retribuir a los partidarios solo le ha faltado el dividir en dos el de Cultura y Deporte.
Conforme escribo me viene a la cabeza Cincinnatus, el patricio romano que, tras escuchar las súplicas de una ciudad desesperada, asumió los poderes dictatoriales que se le ofrecían. Y en cuanto resolvió la crisis que le movió a aceptar el cargo, lo dejó, volviendo inmediatamente a cultivar su explotación con sus propias manos, como el agricultor que era. Su ejemplo debió pesar en George Washington que, siendo el hombre más rico de América, se implicó en una guerra de independencia que podría haberle causado enormes perjuicios económicos. Igualmente, Washington se retiró a la vida privada antes de finalizar su mandato dejando un imperecedero recuerdo de patriotismo. A ambos no se les asocia con nombramientos teatrales ni declaraciones pomposas; entendieron sus cargos como unas enormes responsabilidades temporales, que los dos cumplieron con la sencillez propia de los grandes hombres. Que contraste con los gobernantes que no están tocando a nosotros.
Los gestos de nerviosismo, las explicaciones innecesarias, los propósitos exagerados, las dedicatorias emotivas de los nombrados y los cesados ponen de relieve el cuajo de esos ministros. También recuerdan la urgencia de atraer talento al servicio público; con remuneraciones e incompatibilidades adecuadas. Debe de apetecerle a los mejores trabajar para todos nosotros. Lo deseable sería que los ministros fueran personajes altamente competentes, que aporten una gran experiencia profesional y el impulso que requiere la rutina burocrática de una administración pública. Si queremos que la política recupere la estima social resulta imprescindible evitar los tragicómicos shows que se representan cada vez que se traspasa un simple cargo ministerial.
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