Lo primero que hago al empezar a escribir una columna es nombrar el documento con la fecha de publicación. Es entonces, al hacerlo, cuando caigo en la cuenta: este mes cumplo cincuenta años como cincuenta soles. O como cincuenta sombras. Y no de Grey, ... precisamente.

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Cincuenta es la mitad de cien. La L en números romanos. El número atómico del estaño, aunque los años pesen como el plomo. Medio siglo de vida, que se dice pronto; tiempo más que suficiente para aprender algo. Pero, tonta que es una, no siento que haya aprendido nada: la verdad no me ha sido revelada, no se han disipado mis dudas y temores, no me he convertido en alguien reflexivo y sensato; ni siquiera he empezado a contemplar el panorama desde la distancia de una atalaya de plácida serenidad, blusas de raso y poleos menta. Sin compensación alguna por el daño emergente y el lucro cesante, cumplo los cincuenta con la misma cabeza atolondrada y efervescente con la que cumplí los trece. Y ahí me quedé, de niña a mujer, como Chábeli. Y ahí sigo. Con goteras, eso sí: la espalda, la cadera, el cuello. No te preocupes, no es nada, me dicen mis amigas, ya verás cuando te llegue la menopausia. Qué majas.

Perdidas la lucha contra la celulitis, contra la flacidez y contra el inglés, que ninguna academia ha podido quebrantar mi incapacidad para aprender otro idioma que no sea el español, llego a los cincuenta intrascendente, laxa, monolingüe, aturdida y confusa. Pero, al menos, llego. Sintiendo el mismo vértigo por el futuro en la boca del estómago, con la curiosidad intacta, con las canas teñidas. Y esperando, impaciente, poder ver a Gillian Anderson interpretando a Margaret Thatcher en la cuarta temporada de 'The Crown'. Porque, saber lo que pasa en la serie, lo sé. Lo viví en directo. Que tengo cincuenta años.

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