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En una sociedad desmemoriada como la nuestra, mirar a la historia sigue siendo la única manera de aprender de los tropiezos. Para entender por qué y cómo la violencia política se adueña de las sociedades occidentales entre 1918 y 1932 el libro de Fernando Rey ... Reguillo y Manuel Álvarez Tardío -y el resto de autores- ‘Las políticas del odio’ ofrece un buen material. El límite temporal no significa que no se refieran a antecedentes que ayuden a la comprensión.
Lo primero que se puede aprender es que la violencia no estuvo circunscrita a los países que cayeron presa del fascismo, como España, Alemania e Italia, sino que se extendió a toda Europa y a EE UU. En algunos casos estuvo limitada a la competitividad electoral creciente con la paulatina universalización del sufragio, como en Gran Bretaña, país que también conoció la violencia política provocada por la lucha entre fascistas-antifascistas y comunistas, aunque de forma bastante limitada. En la mayoría de los países de Europa continental la violencia política tuvo mayor presencia y transcendencia.
Una segunda cosa que se puede aprender de la historia, y quizá menos conocida, es la relativa a la presencia de la violencia política en EE UU de América. En la raíz de la violencia política en EE UU se halla el movimiento denominado nativismo, la afirmación de que EE UU se debía a la cultura y manera de ser de los primeros colonizadores: blancos, anglosajones y protestantes, lo que dio lugar a las siglas WASP. Este nativismo se encuentra en las otras violencias conocidas de ese país como en la violencia racial y supremacista en los estados sureños, en la violencia conocida como el ‘red scare’, el miedo rojo vinculado a la lucha por conquistar derechos sindicales, pero teñida con nativismo por creer que el impulso provenía de inmigrantes que no se encuadraban en las siglas WASP, en la violencia religiosa contra los católicos, porque estos fallaban en la corrección de la fe protestante reconocida como originaria.
Como se ha indicado, el nativismo es la afirmación de una identidad cultural de la sociedad americana basada en el color de la piel, los blancos, en la procedencia, anglosajones, y en la religión, protestantes. Esta delimitación identitaria establece marcas de inclusión y de exclusión, y esas marcas establecen criterios de superioridad social y cultural. El nativismo implica siempre algún grado de supremacía de unos individuos sobre otros, con más derechos y mejores valores. Son los guardianes de la verdadera cultura que debe caracterizar a una sociedad.
Este tipo de movimientos surgen y se desarrollan en momentos de fuerte inmigración. Ayuda a valorar la fuerza del movimiento encontrar personalidades conocidas por otras razones y de las que muchos nunca sospecharían su pertenencia a dicho movimiento. Eso sucede con Woodrow Wilson, presidente de EE UU entre 1913 y 1921. Este presidente decidió la participación, ciertamente tardía, de su país en la Primera Guerra Mundial. Por esta razón participó en las negociaciones para el armisticio de 1919 e incluyó en ellas la doctrina conocida por su nombre, el principio de las nacionalidades. La aplicación de dicho principio en la disolución del imperio austrohúngaro trajo consigo la creación de nuevos estados nacionales para liberar a las nacionalidades que estaban ‘encarceladas’ en el imperio austrohúngaro. Esa era la teoría. La realidad fue la creación de nuevos y múltiples problemas, pues ninguna de las nuevas realidades políticas era suficientemente homogénea en términos etnoculturales. El resultado último fue el ascenso de corrientes autoritarias y fascistas en los nuevos estados nacionales.
Igualmente contradictorio, y atrapado en las redes del supremacismo racista y de su violencia, aparece el proyecto político de Franklin D. Roosvelt, el padre del Nuevo Contrato, un proyecto político que supuso la transformación profunda de la sociedad americana superando las consecuencias del estallido bursátil de 1929 por medio de políticas públicas keynesianas, nuevas políticas industriales y laborales. Todo ello fue posible porque Roosvelt contó con una mayoría en el Congreso asegurado gracias a los votos del partido demócrata en los estados del sur. La mayoría demócrata aplastante en estos estados se debía a que las élites blancas excluían del voto por medio del impuesto de voto, ‘poll tax’, y la exigencia de saber leer y escribir a los blancos pobres y a casi todos los negros. Como dichas élites blancas estaban interesadas en las políticas públicas keynesianas de Roosvelt siendo como eran sus estados pobres, apoyaron a ese presidente a cambio de que este respetara todo lo que exigía su política supremacista y racista en el Sur.
Las cosas cambiaron cuando los negros del Norte de EE UU comenzaron a votar demócrata, lo que permitió a Roosvelt sentirse libre del chantaje de los demócratas del Sur y de sus votos, y así poder aplicar también en el Sur las políticas de reconocimiento de derechos a los ciudadanos negros y las políticas laborales a favor de los trabajadores que contradecían la práctica supremacista de las élites blancas.
Aquí comenzó un nuevo episodio político que recordaba los tiempos de los confederados y de la Guerra de Secesión. Las élites blancas percibieron las políticas de Roosvelt como la intromisión ilegítima de las instituciones federales en los asuntos internos de los estados del sur. Comenzaron a reclamar su derecho al autogobierno, a poder aplicar sus criterios y sus políticas supremacistas y racistas sin que ni el Congreso federal ni el presidente de EE UU tuvieran nada que decir en esos asuntos internos de los estados sureños. En referencia a las nuevas leyes contra el linchamiento y las laborales federales, el senador por Florida Theodor Bilbo afirmó en el Senado: «sobre las vestiduras de los responsables de esta medida se vertirá la sangre de las hijas violadas y ultrajadas de los Estados del Sur, así como la sangre de los perpetradores de tales crímenes que los hombres blancos anglosajones del sur no tolerarán».
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