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La España política de hoy es el escenario de una profunda guerra cultural. No es muy diferente de lo que ocurre en Estados Unidos, Francia, Italia o Reino Unido. Se ha generalizado el uso del término «populismo» para describir la fuerte reacción, a izquierda y ... derecha, que se produce frente a toda una serie de cambios profundos provocados por la globalización económica y las transformaciones tecnológicas, entre otros factores. Muchos partidos, ya mutados en movimientos, buscan en el abrigo del decisionismo y la soberanía, una barrera que les permita volver a un confort vital cuya sola posibilidad parece remitirnos a estériles ejercicios de nostalgia colectiva.
A pesar de ello, el populismo y la guerra cultural han venido para quedarse. Es el alimento de las nuevas formaciones y medios de comunicación que se han consolidado mercando con la indignación, la cólera social y la búsqueda de chivos expiatorios, tal y como mostró René Girard. Me sorprende que los sesudos politólogos, que casi todo lo inundan con su mirada estratégica, no hayan caído en la cuenta de que el espectro partidista de 2019 es muy parecido al reparto del espacio radioeléctrico ideado por Zapatero cuando puso en marcha la TDT. Se quería acabar con un bipartidismo aburrido y decimonónico, causante por lo visto de todos los males de este país, y se inició un ensayo poco meditado de fragmentación política donde cupieran el mayor número de sensibilidades ideológicas.
El laboratorio andaluz es entonces la culminación de un largo proceso en el que lo urgente era resignificar la democracia. Descubrir cada día que el mundo está lleno de imperfecciones y creer que cada voz individual es además la conciencia del conjunto de la ciudadanía. Este es el signo de los nuevos tiempos. Con el activismo -lo demuestran los jubilados y las mujeres cada semana- se experimenta además una trascendencia política muy distinta a la de tiempos pasados. Lo malo es que la sociedad de hoy se parece cada vez más a las novelas de Houellebecq: una contienda de todos contra todos, donde se aprecia, por si ya tuviéramos pocos ingredientes, un conflicto generacional de alto voltaje. Hasta el Rey legitimó en su discurso navideño la generación como nuevo sujeto político: ¡vaya descubrimiento constitucional!
Ahora que estamos todos, ahora que ya tenemos derecha e izquierda radical, nacionalistas pendientes de un juicio por dar un golpe contra la ley y la democracia y partidos que se llaman constitucionalistas como si estuviéramos en el Cádiz de 1812, ya podemos pensar en hacer algo. La pregunta razonable entonces es qué hacer más allá de contratar expertos para mover las redes o sondear a los mandarines de la opinión para llevar el debate hacia el lugar que más interese electoralmente. Como respuesta emerge con fuerza la fenomenología de lo que hemos decidido que es aplazable. Casi cada semana acuden a nosotros, de forma puntual, noticias sobre los peligros y riesgos a los que nos enfrentamos si no abordamos asuntos como el cambio climático, las migraciones masivas, el deterioro imparable del sistema de pensiones o la desigualdad creciente. Cuestiones todas que, a diferencia de la exhumación de cadáveres de dictadores, no podrán abordarse mediante meros decretos-leyes del Gobierno de turno.
Con las elecciones andaluzas, el tablero político se ha recompuesto por completo. En cierta forma, esto es un retorno al multipartidismo del periodo constituyente. En 1976-78 no había, es verdad, un sistema institucional consolidado para reconducir el conflicto social, pero sí una cultura política, labrada por diversas piezas del régimen y el exilio interior y exterior, que permitió abordar la reconciliación nacional, los problemas económicos más perentorios y la elaboración de la Constitución. Hoy, por el contrario, contamos con un andamiaje organizativo y jurídico completo que, por culpa de la polarización practicada por los diversos actores, no es capaz de ahormar ningún consenso que permita por ejemplo aprobar una ley anual de Presupuestos, acto esencial para vincular responsabilidad política y democracia.
En el fondo se ha terminado imponiendo un concepto de lo político schmittiano, tal y como mandan los cánones populistas: la democracia como campo de batalla ideológico, en vez de método para resolver problemas comunes dentro de unos límites jurídicos más o menos precisos. Así las cosas, la única esperanza es que como hasta ahora, la burocracia y los diseños administrativos permitan seguir gestionando el día a día con cierta eficacia, mientras la clase política y los opinadores profesionales se divierten, como en aquellos carnavales de Rabelais donde se ponía en cuestión el poder mediante juegos catárticos y libertinos.
El Carnaval terminará cuando lo urgente y lo aplazado se encuentren frente a frente: podría parecer un alivio, pero recordar cómo salimos de la crisis financiera solo produce pesimismo.
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