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Los británicos han desoído su propia máxima y a pesar de encontrarse en un agujero siguen cavando. Ese agujero en el que les metió un primer ministro banal como David Cameron es el del abandono de la Unión Europea, el 'Brexit', como construcción política levantada ... sobre la demagogia y la nostalgia, y basada en la creencia de que sí, es verdad que si la niebla cierra el canal de la Mancha el que queda aislado es el Continente.
Precisamente lo ocurrido en enero en el Parlamento británico muestra el enorme enredo en el que se ha ido metiendo Reino Unido, cuyas instituciones están revelándose incapaces de encontrar una salida a la vez digna y realista a su decisión de irse de la UE. Primero, el Parlamento rechaza por mayoría abrumadora el acuerdo de retirada negociado por el Gobierno conservador de Theresa May y la UE. Después como supuesto 'plan B', el mismo Parlamento impone a May un nuevo mandato de renegociación del acuerdo, sin tener en cuenta si la Unión está dispuesta a volver sobre sus pasos y reabrir lo ya acordado.
Si las exigencias británicas de renegociación encajan mal con un proceso tan complejo y delicado como este, tampoco tiene fácil explicación que después de haber fracasado en el asunto más importante que se ha planteado en Reino Unido en las últimas décadas, la señora May siga al frente del Gobierno y no se haya acudido al electorado para que decida en unas elecciones generales. La derrota de May y su acuerdo de retirada deberían haber llevado a esta solución, pero da la impresión de que Reino Unido, una vez orillada su tradición parlamentaria en favor de la fiebre plebiscitaria que se ha extendido por Europa, está dejando oxidar sus buenas prácticas institucionales.
La desautorización del acuerdo negociado por May no recae sobre una cuestión menor. Bien al contrario, el Parlamento británico ha tumbado el compromiso políticamente más sensible del 'Brexit', que es el futuro de la frontera norirlandesa. Este compromiso se tejió en torno al denominado 'backstop', una cláusula que garantizaba que no habría 'frontera dura' entre las dos Irlandas aun en el caso de que no se consiguiera un acuerdo sobre la relación definitiva entre Reino Unido y la Unión antes de la fecha límite, fijada para el 31 de diciembre de 2020. La mayoría parlamentaria que tumbó el acuerdo veía en esta garantía el peligro de quedar enganchados a la Unión indefinidamente y que se consolidara en Irlanda del Norte un enclave bruselense que rompería la unidad económica y dañaría la unidad política británica.
Las cosas no son tan sencillas porque el 'backstop' garantizaba el mantenimiento de la contigüidad territorial entre las dos Irlandas sin fronteras físicas, que es una de las bases de los acuerdos de Viernes Santo que sellaron el final del conflicto terrorista en 1998. Pero si Reino Unido se va de la UE y de su unión aduanera, la frontera se volverá a levantar. May ha hablado de una «frontera digital» en la que la tecnología hiciera invisible el control de los flujos humanos y comerciales, pero lo cierto es que ni el Parlamento británico ni el Gobierno han concretado en una mínima medida ninguna de las supuestas fórmulas alternativas.
Es paradójico –pero muy ilustrativo– que un país como Reino Unido que ha cultivado su singularidad dentro de la Unión, resulte ser uno de los más dependientes de la UE para su propia cohesión. El secesionismo escocés se alimenta en buena medida del euroescepticismo inglés y hace de la permanencia de Escocia en la Unión Europea una bandera hasta ahora eficaz para extender un soberanismo que no apareciera lastrado por discursos identitarios y excluyentes. Sea cual sea el futuro de los nacionalistas escoceses, lo cierto es que un Reino Unido fuera de la UE no ayudará a la causa del «better together», del «juntos mejor», que tan eficazmente se esgrimió frente al independentismo de Edimburgo.
Ahora no es Escocia, sino Irlanda del Norte la que muestra la importante implicación europea en la solución y la consolidación de los acuerdos que permitieron el final de la violencia terrorista y la sangrienta confrontación civil entre las dos comunidades norirlandesas. Sin la Unión Europea y el marco de la cooperación transfronteriza que esta ha creado, la paz no habría sido posible en Irlanda del Norte. Y ahora produce asombro cómo el dogmatismo euroescéptico pone en riesgo un marco de relación entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte que, en definitiva, equivale a resquebrajar las nuevas bases de convivencia pacífica entre las comunidades enfrentadas.
Descartado un más que improbable segundo referéndum, hay que aceptar la decisión de los británicos, pero lo están poniendo muy difícil. Un 'Brexit' sin acuerdo sería un desenlace pésimo para Londres y Bruselas. Pero aceptar sin más que el acuerdo de retirada sea renegociado en un aspecto fundamental es un paso que la Unión tiene que considerar con extremada prudencia. Estamos a tres meses de las elecciones al Parlamento Europeo y las expectativas de progresión electoral de nacionalistas, populistas y euroescépticos de todo origen son preocupantes. Si la Unión manda un mensaje de debilidad o de pérdida de convicción en su propio proyecto, estimulará las pretensiones euroescépticas que atraviesan el Continente. Se trata de que el 'Brexit' quede encapsulado en la historia de la atormentada relación que los británicos han mantenido con el proyecto europeo, no de que la salida británica señale el camino para deshacer la Unión a la medida de los eurófobos y sin coste para ellos.
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