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Ha anunciado el Supremo el fallo de su sentencia sobre el caso de 'la Manada' -que no la sentencia propiamente dicha, que aún habrá que esperar para poder leerla- y se ha montado un tumulto instantáneo en el que desde las más diversas posiciones se ... trata de lanzar un mensaje de disfuncionalidad del sistema. Lo hacen aquellos que juzgan el fallo escrito al dictado de lo que llaman el supremacismo feminista, y que, en el paroxismo del delirio misógino, llegan a sugerir que las relaciones libres y consensuales -que se producen por cientos de miles cada día sin mayor problema- se sustituyan por el recurso a esa forma tan dudosa de libertad y consenso que encierra la prostitución.
Cuestionan también el sistema, aunque de forma indirecta, quienes se cuelgan ahora la medalla de haber conseguido con sus movilizaciones, y quizá también con los gruesos vituperios vertidos a lo largo de estos meses contra los tribunales navarros, que el Supremo rectificara una decisión que por sí mismo, se viene a dar a entender, jamás habría revisado. Según esta interpretación alternativa, los jueces del alto tribunal rectifican para no verse expuestos al escarnio padecido por los de instancia, y no porque se hayan formado una convicción en Derecho.
Afortunadamente, tenemos suficientes argumentos para no suscribir ninguna de estas dos versiones, a cual más degradante para nuestra administración de justicia. Aunque no todos sean impecables, ni mucho menos -y ahí está la gratuita literatura vertida en el muy desafortunado voto particular de la primera sentencia- nuestros jueces son profesionales bien formados y provistos de una razonable independencia de criterio, que suelen ejercer fundadamente y en conciencia y no para favorecer la agenda de alguien o amedrentados por sectores de opinión.
Suelen tener bastante claro que el marco de actuación que les incumbe viene definido por la ley, que deben interpretar con arreglo a la realidad social, sin permitirse, especialmente en el ámbito de la justicia penal, incurrir en creatividades excesivas ni dejarse apartar de lo que la norma dispone, por impopular que pueda resultar -lex dura sed lex, que decían los romanos-. Ya se ocupará el legislador de acomodar la norma al gusto social, si así lo considera oportuno, y entonces cabrá retrotraer aquello que favorezca al acusado y exigirle lo que empeore su suerte.
Entre tanto, hay que jugar con lo que se tiene, y a la espera de leer toda la sentencia eso es lo que se ha hecho: interpretar el concepto de intimidación, ya existente en el tipo penal aplicado, de una manera más consistente con la situación: cinco tiarrones que acorralan a una mujer muy joven en un sitio sin escapatoria y se sirven ahí de ella. Una solución que prueba que el sistema, mal que pese a unos y otros, funciona con normalidad.
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