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Me gustan poco, más bien nada, las festividades que se originan al abrigo institucional. Donde esté un Santa Águeda, con sus rondas de barítonos voluntarios ... haciendo temblar una noche de febrero, que se quite el 8 de marzo con sus divisiones y su corazón 'partío'. Me molesta ese día en el que parece que una, por ser mujer, tiene que recibir felicitaciones como si fuera tu cumpleaños; es pan para hoy y hambre para mañana. Las mujeres llevamos la reivindicación incorporada. A muchas de nosotras la vida nos instaló un sensor como el que han puesto en mi portal, de esos que detectan el movimiento y que enciende las luces a tu paso. Es un resorte que salta, una alerta, un despertador que funciona perfectamente cuando debe funcionar. Nos hemos pasado la vida, nosotras, las que peinamos canas, escuchando lindezas de esas tipo «mujer tenía que ser», «no hay quien las entienda». Hacíamos la digestión de esos descalificativos que usaban algunos hombres mientras, sin habitación propia, ganábamos por goleada en el campo de las emociones, esa parcela que nos cedieron por pantanosa y porque los estudios científicos de 'al pan, pan, y al vino, vino' decían que nada bueno podía salir de allí. Reconozco que tampoco yo los entendía. No comprendía la razón por la que, históricamente, detestaban las minucias de lo impalpable, ese aire casi doméstico que creían no necesitar y que sin embargo torcía su destino con el arma certera de una caricia.
Afortunadamente, los jóvenes empiezan a entender que no es oro todo lo que brilla, y se empeñan en ser compañeros, padres, hijos o amigos. En el parque, a pie de tobogán, reciben a sus vástagos sin mirar si quien se desliza es una niña o un niño. Mis hombres, los de mis tiempos, tienen edad de ser abuelos. Se mantienen ahí, perplejos, con su santa a su lado desde hace 40 años, preguntándose dónde estaban cuando sus hijos gateaban, y madrugando para llevar a la nieta a la parada del autobús. Yo los miro, modelados por la historia como si fueran de barro, y me inspiran una enorme ternura, a pesar de que algunos han hecho oposiciones para convertirme en una potencial asesina en serie, pero son mis compañeros de vida y la historia está ahí, mostrando los hechos e ignorando sus desastres emocionales.
Los derechos de las mujeres se van restituyendo, no gracias a Dios, sino a la evidencia científica. Yo quisiera que mis hijos estuvieran atentos a los que sus padres o sus abuelos perdieron en esta batalla que, sin embargo, suele terminar en abrazo.
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