El desfile de decenas de miles de personas por la capilla ardiente, situada en la Casa Rosada -el palacio presidencial- de Buenos Aires, para despedir a Diego Armando Maradona retrata la profunda conmoción causada en Argentina y en todo el mundo por la muerte de ... un mito del fútbol. El ídolo argentino se incorpora así al olimpo de las leyendas deportivas donde conviven la genialidad, la adoración de las masas y a veces, también, el tormento de vidas que no supieron o no quisieron lidiar con el resplandor del propio talento, la fama y los excesos. No hay quien no reconozca a Maradona ese toque inimitable que convierte la brillantez en algo más, en un signo distintivo que deslumbra y perdura. Si más allá del oropel el fútbol no es otra cosa que un juego, él lo desplegaba con la cautivadora naturalidad de quienes han nacido, justamente, para hacer lo que hacen. El campeón argentino ha sido, es y será un ídolo que no soportaba un contraste de ejemplaridad fuera del hábitat futbolístico. Es ahí, en la eternidad del campo bajo el fervor del público, donde permanecerá su legado, disociado de una existencia torturada que solo puede merecer reproche y compasión.
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