La caída de Afganistán en poder de los talibanes lleva una semana estremeciendo al mundo, que asiste en directo al desmoronamiento de la operación 'Libertad duradera' y al fracaso de Occidente en las montañas y desiertos donde ya antes se estrellaron los intentos de control ... por parte del Imperio británico y la Unión Soviética. Entre la conmoción por las imágenes que llegan del aeropuerto de Kabul, escenario del desesperado intento de huida de miles de civiles abandonados por su Gobierno a la veleidad de los integristas, el artífice de la invasión en octubre de 2001 y de la gestión del país en las últimas dos décadas resolvió terminar con una ficción, la de que EE UU y su aliados perseguían rescatar a los afganos de las garras del fundamentalismo islamista para encaminarlos hacia la democracia. Entre reproches por la negativa de las fuerzas armadas y de seguridad locales a «luchar por su país», el presidente Joe Biden dijo alto y claro que Washington solo buscaba asegurarse de que no recibiría un nuevo ataque terrorista gestado y amparado en suelo afgano. O en la porosa frontera con Pakistán, porque fue este país donde en mayo de 2001 el ejército estadounidense pudo vengar a las más de 3.000 víctimas del 11-S. La expulsión de los talibanes del poder se había producido por su negativa a entregar a Osama bin Laden, al que cobijaba ahora un Estado 'amigo' de los norteamericanos y beneficiario de su generosa asistencia militar. La aventura de la coalición occidental habría podido concluir hace diez años, y con ella la fantasía democratizadora.
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Pero este revestimiento resultaba útil como legitimación ante las opiniones públicas y servía para reclamar tiempo para un proceso de construcción de instituciones democráticas que prefirió crear una burbuja económica y política en Kabul que desatendió las necesidades de la periferia rural: la supervivencia y la seguridad. Los ocupantes podían vender como éxitos la existencia de un Gobierno prooccidental, la creación de infraestructuras públicas, la creciente escolarización de las niñas y la incorporación de las mujeres al mundo laboral. Mientras ignoraban las divisiones tribales, toleraban el fraude electoral y la corrupción desenfrenada de las autoridades locales y la única industria floreciente era la producción de opio. Los talibanes mandan ahora sobre un país diferente pero dependiente de la ayuda internacional y expuesto a la codicia de ambiciosos vecinos.
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