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La tragedia natural que se ha cebado con Valencia, sobre todo, además de con algunas zonas de Castilla-La Mancha, Murcia y Andalucía, ha encogido los corazones de toda España. Más de 90 personas han muerto y decenas permanecían ayer desaparecidas por una gota fría ... de una virulencia sin precedentes en el último siglo, tras una interminable noche de terror e impotencia que afectó tanto a quienes se encontraron a merced de una gigantesca riada como a las autoridades y especialistas que no encontraban modo de proceder al rescate de los más indefensos. Mientras, la población asistía temblorosa y atónita a algo semejante al final del mundo por unas lluvias torrenciales de una intensidad desbordante. Las imágenes presenciadas por los lugareños resultan aún más aterradoras porque evidencian que las avenidas cerraban el paso también a la solidaridad entre iguales, el desamparo en el que se encontraron los afectados por la riada, el frío que atería a quienes trataban de evitar verse arrastrados subiéndose a tejados y a vehículos, y la angustia de familiares y amigos que perdían conexión con quienes creían en peligro. Tras amanecer, mientras aparecían felizmente muchos de aquellos que fueron buscados en horas de angustia, empezaba el lacerante recuento de las víctimas mortales de una dana que sigue hoy atemorizando el noreste del país.
Paisanos acostumbrados a soportar periódicamente fortísimos aguaceros, a vadear torrenteras de siempre y otras nuevas, a pilotar en circunstancias límite y a levantar muros o cavar trincheras contra el agua se vieron sobrepasados por un fenómeno meteorológico casi inimaginable en su capacidad destructiva, aunque cada vez más frecuente en diversos puntos del planeta como consecuencia del cambio climático. La ciencia no podía predecir con exactitud ni la magnitud de la dana ni la localización exacta de sus efectos más dañinos. Las autoridades optaron por evitar el pánico sin contemplar la posibilidad de lo peor para advertir a los ciudadanos que fuesen drásticos: no salir a carreteras y caminos y guarecerse en lo más alto de cada localidad o de los edificios a su alcance. Los valencianos fueron recibiendo los avisos y las noticias como si se tratase de una más de las gotas frías estacionales. Hoy guardan un luto desgarrador, junto al que lloran todos los españoles.
Es responsabilidad de la Generalitat valenciana y de las demás instituciones competentes analizar lo ocurrido, deteniéndose en primer lugar en la aplicación concreta de los protocolos de alertas y comunicaciones, y en la suficiencia o no de las medidas de protección previstas. Sin que los gestores públicos se pongan de antemano a la defensiva ni la oposición parta de conclusiones críticas que no estén basadas en datos y verificaciones. Una responsabilidad que ha de extenderse de inmediato a la identificación de las decisiones y concesiones de ordenación territorial y urbanística que hayan podido ser propicias a una tragedia que ni la sociedad ni las instituciones pueden olvidar en décadas.
La excepcional movilización de medios por parte de las administraciones se corresponde con la magnitud de la catástrofe. Resulta obligado el máximo esfuerzo de coordinación entre ellas, al margen de sus colores políticos, en aras del bien común y habilitar con urgencia cuantas medidas sean necesarias para ayudar a los damnificados. La anunciada declaración de «zona altamente afectada» por parte del Gobierno central es un primer paso al que deben seguir otros.
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