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El asesinato de un niño de 11 años en la localidad toledana de Mocejón mientras jugaba al fútbol con unos amigos ha causado una profunda conmoción en el país. Sin duda han influido en ello factores como la corta edad de Mateo, su extrema vulnerabilidad ante una salvaje agresión por sorpresa, el ensañamiento que significan las al menos once puñaladas que recibió y su elección aparentemente aleatoria por parte de su verdugo. La sinrazón de la violencia adquiere aún mayor magnitud cuando va acompañada de una fatídica suma de circunstancias de esa índole que confirma el azar al que está sujeta la existencia y transmite el poco tranquilizador mensaje de que cualquiera puede ser víctima de una tragedia similar. El desconocimiento por ahora del posible móvil del crimen lo hace aún más inexplicable para la opinión pública y extiende esa sombra de inquietud.
La detención en unas pocas horas del presunto asesino ayudará probablemente a acelerar las investigaciones, que habrán de determinar si el joven de 20 años que se ha confesado autor de los hechos sufre una enfermedad mental, como alega su familia, lo que podría repercutir en la respuesta penal. Mientras las fuerzas de seguridad y la Justicia cumplen con su cometido, resulta escandaloso comprobar una vez más cómo grupos sin escrúpulos chapotean en la sangre ajena para sembrar el odio al diferente a través de las redes sociales con infamias que no solo distorsionan la realidad, sino que envenenan la convivencia. Antes de ese arresto, agitadores de ultraderecha publicaron bulos xenófobos que atribuían el crimen sin prueba alguna a menores procedentes de Senegal que llegaron a comienzos de mes a Mocejón, entre otras patrañas. Y Assel Sánchez, el primo de Mateo que roto de dolor ejerció de portavoz de sus allegados, recibió amenazas de muerte y fue acusado de tener «las manos manchadas» por haber publicado fotos de su trabajo como cooperante en África. Se hace difícil imaginar mayor crueldad en una nauseabunda explotación política de un drama humano de tal calibre.
La Fiscalía examina si esos mensajes, además de miserables, son constitutivos de delito. Si algo demuestran es la bajeza moral de quienes los transmiten tras un asesinato que solo debería suscitar, como ha hecho en la inmensa mayoría de la sociedad, una riada de solidaridad con la familia, el máximo respeto a su duelo y el deseo de justicia.
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