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El Parlamento de Cataluña eligió ayer como su presidente a Josep Rull, dirigente de Junts indultado del delito de sedición en 2019. La alianza entre ese partido, ERC y la CUP formó lo que el independentismo denomina «la mesa antirrepresiva» tras desoír la Mesa de ... Edad -que dirigió el inicio de la legislatura- la decisión del Tribunal Constitucional de que los electos huidos, como Carles Puigdemont y Lluís Puig, no podían votar por vía telemática. El revés sufrido por el independentismo en las europeas del domingo no lo disuadió de dar un paso que puede tener consecuencias penales e impedir así que el PSC -la fuerza mayoritaria en la Cámara- se hiciera con un puesto al que corresponde proponer al candidato a la investidura al frente de la Generalitat. Toni Comín, cabeza de lista de los postconvergentes el 9-J, declaró que su partido había logrado su objetivo al situarse por delante de los republicanos. Y en los propios saludas con los que los miembros independentistas de la Mesa de Edad quisieron homenajear a los «represaliados» no dudaron en citar a los propios mientras dejaban de lado a los otros.
Pese a todo ello, Junts y ERC se mostraron condenados ayer a caminar juntos. El acuerdo en segunda votación para nombrar a Rull afianzaría las posibilidades de Puigdemont para concurrir a la designación como presidente de la Generalitat. Solo que la desconfianza y la animosidad entre los dirigentes de ambas formaciones es tal que, unidas a su debilidad electoral, hacen del secesionismo un factor impredecible. Incluso en el supuesto de que Pedro Sánchez decidiera sacrificar a Salvador Illa y al PSC para cederle el Govern con tal de apuntalar su legislatura. El problema es que tanto la gobernabilidad de Cataluña como el concurso de las fuerzas independentistas en la gobernación de España están sujetos a relaciones no ya discretas, sino opacas y hasta enigmáticas en sus designios. Como el hecho de que la Ley de Amnistía aprobada por el Congreso el pasado 30 de mayo no haya sido publicada hasta la fecha en el BOE a pesar de que el Ejecutivo insistiera en su plena constitucionalidad y los soberanistas la reclamasen como victoria.
La política institucional en Cataluña y en España se ha acostumbrado a sortear las dificultades de su aritmética a cada paso. Pero el país necesita un horizonte distinto al de la montaña rusa permanente y al de la constante llamada a filas partidistas.
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