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La guerra desatada por el salvaje ataque de Hamás a Israel ha hecho estallar de nuevo el polvorín en el que la sinrazón ha convertido desde hace décadas la zona, con el peligro añadido de que la crisis se extienda a otros países y adquiera ... una dimensión todavía más inquietante. El conflicto no solo complica sobremanera un tablero geoestratégico sometido a agudas convulsiones, sino que planea como una seria amenaza para la estabilidad de la economía global. El precio del petróleo ha respondido hasta ahora con un encarecimiento notable, pero no tanto como cabía temer. Mucho más intenso ha sido el del gas. Una prolongada guerra en la que puedan verse implicados algunos de los principales productores de crudo, como Arabia Saudí o Irán -acusado de apoyar militar y financieramente a Hamás- y afectar al suministro de materias primas estratégicas a través del Canal de Suez conlleva riesgos de gran alcance que añaden incertidumbre a un horizonte no exento de nubarrones.
La economía mundial ha exhibido una muy meritoria resistencia ante la mayor pandemia en un siglo, cuyas heridas aún no se han cerrado del todo, y la invasión rusa de Ucrania, en la que sigue sin vislumbrarse una salida. Sin embargo, la recuperación tras esos dos mazazos pierde brío por los efectos combinados de una inflación que cae con lentitud y unos elevados tipos de interés para combatirla. Así lo pone de manifiesto el escenario de modesto crecimiento global dibujado por el FMI. Un suave aterrizaje de la actividad que será inevitablemente más brusco si una eventual afección del conflicto israelí al mercado del petróleo y al transporte presiona al alza con fuerza los precios de la energía y de otros bienes y servicios. Ello redundaría de forma muy negativa en el comercio, el consumo y la inversión. Serviría de coartada, además, para mantener una dura política monetaria.
Los expertos creen poco probable una crisis del crudo de tal magnitud que desate una aguda recesión. Pero, incluso en el escenario más optimista, la escalada bélica supone un lastre para resolver los problemas a los que se enfrenta la economía internacional y condiciona su evolución a corto plazo, con el riesgo de dar pasos atrás en el camino laboriosamente andado. Es de esperar que los bancos centrales actúen con la flexibilidad que requieren las circunstancias para amortiguar en lo posible las consecuencias de una guerra con un enorme potencial desestabilizador que se extiende más allá de lo geopolítico.
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