Urgente Grandes retenciones en la A-8, el Txorierri y la Avanzada por la avería de un camión

La paradoja de la seguridad tiene que ver con que la violencia solo resulta incomprensible en los lugares que no son violentos. Hace poco nos enterábamos de que en Islandia, el país que suele encabezar los rankings de seguridad en el planeta, la preocupación por ... una ola de criminalidad sin precedentes estaba haciendo pensar en armar a la Policía con pistolas eléctricas. La ola se concretaba en algunos tiroteos y un asesinato, el primero en años, que habían tenido lugar a lo largo de diez meses. Varios tiroteos y un asesinato es un día tranquilo en Detroit. O una mañana mágica en Puerto Príncipe, donde hace un año el presidente Jovenel Möise murió tiroteado en su propia cama por un grupo de sicarios colombianos. Seis meses después, el primer ministro del país sobrevivió a un atentado cuando salía de una iglesia.

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Podría afinarse la definición de magnicidio: muerte violenta dada a una persona muy importante, pero en un país desarrollado que conozcamos al menos por las películas. Japón, por ejemplo, lugar que interpretamos con desconocimiento y prejuicio, pero relacionándolo siempre con el orden, la armonía y el respeto. Y efectivamente es un país muy seguro: las armas de fuego apenas se toleran, la Policía trabaja integrada en la comunidad y el sistema educativo insiste en el cumplimiento de las normas. Pues ni siquiera allí han podido impedir que el tipo equivocado se acerque demasiado al exprimer ministro mientras daba un pequeño mitin a pie de calle.

¿Cómo puede evitarse algo así constantemente? La otra paradoja de la seguridad es que se disfruta necesariamente con confianza. Quizá sin llegar a creer en serio que en tu país sensato pueda darse un magnicidio que ayer ya se comparaba con el de Olof Palme en otro país sensato. Las confusas primeras declaraciones del asesino hacen pensar en la hipótesis del loco peligroso. Shinzo Abe dirigió Japón durante ocho años. Aquí le teníamos una simpatía inmediata porque le vimos recoger el relevo olímpico en los Juegos de Río medio disfrazado de Super Mario y tras protagonizar un vídeo en el que cruzaba el planeta a través de una tubería que extraía Doraemon de su bolsillo mágico. No hay que saber mucho de política internacional para intuir que alguien que tiene de su lado a Super Mario y a Doraemon solo puede ser de fiar.

PAMPLONA

Palmas y ritos

Lo mejor de la procesión de San Fermín fue ver a los ediles de la izquierda abertzale defendiendo a sus compañeros acosados. Ah, esperen, no pasó. Los concejales de la izquierda abertzale saludaban. A los conocidos, que a ellos no les escupían. Les aplaudían. Si hay algún lector foráneo perplejo, yo se lo explico. Al ser fiestas, uno puede hostigar al prójimo al que odia porque se lo merece. Cuando vuelva la rutina, ya harás tuyo su dolor. El que tú mismo le has causado, no sé, rompiéndole la nariz. «Espérate que hago mío tu dolor», dices cerrando los ojos y levantando una mano como un predicador que sintoniza con el Foro de Paz Permanente. Aguantas así un segundo. Dos. Tres. Y listo. Asumido ese dolor. Ya puedes exigirles a los demás que trabajen por la convivencia y olviden, no ya el pasado, sino el jueves pasado.

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BORIS

Última fiesta

Cuando muere un artista, nos consolamos diciendo que nos queda su obra. Ahora que Boris Johnson va a dejar (en algún momento) de ser primer ministro, la suerte es que nos queda Boris Johnson. Ayer la prensa inglesa reveló que una de las razones que le animaban a seguir en el cargo es celebrar este mes una fiesta tardía de boda en Chequers, la casa de campo de la que disfruta el primer ministro. Downing Street salió a desmentirlo urgentemente. Pero es maravilloso. Una fiesta, precisamente. ¡Una fiesta! Es probable que Johnson ni siquiera entienda lo que pasa mientras come salchichas con puré de patatas (su plato favorito) en la Cabinet Room: «¿Pero siguen vigentes las restricciones aquellas que yo mismo puse?».

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