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Con Pedro Sánchez entregado a su calculada estrategia de desaparición ante los periodistas españoles, para enterarse del contenido de su reunión con el president catalán Quim Torra, no nos ha quedado otro remedio que escuchar con atención a este y a la vicepresidenta Calvo, ausente ... de la entrevista entre ambos. El resultado de procesar los dos testimonios es una suerte de melancolía espesa, la que sobreviene al comprobar que cada loco sigue con su tema y que en lo único en lo que se coincide es en el establecimiento de cauces protocolarios que nada representan por ahora en punto a la solución del problema principal.
No es que carezca de valor que los dos presidentes se vean y departan durante dos horas y media y hasta paseen juntos por los jardines de Moncloa. Tampoco es poca cosa que desde ambas partes se coincida en reconocer que existe un problema político de fondo, ignorado por el Gobierno anterior como si la adversidad pudiera abolirse a conveniencia. O que se acepte la necesidad de recuperar los vínculos interinstitucionales que los secesionistas ningunearon durante años, como si ya fuera lo que todavía no es y no dependiera aún del Estado la gestión adecuada de muchas de las dificultades a las que se enfrentan los catalanes.
Bienvenida sea esta doble transacción con la realidad, pero después de dar el paso razonable de poner los pies mínimamente en el suelo, oír a la vicepresidenta y al president, en su crónica sucesiva de lo tratado, da la sensación de que cada uno dijo y entendió lo que quiso, y que la partida sigue en el punto muerto donde quedó el 1-O: un Estado que no puede dejar de aplicar sus leyes, so pena de perder toda autoridad y parte de su legitimidad, frente a unos redentores que han quemado sus naves y ya sólo están abiertos a acordar que todo salga con arreglo al programa inexorable que han prometido a sus fieles. O lo que es lo mismo: con un referéndum de abrogación de la Constitución española por el independentismo catalán, que ajuste de un solo golpe todas las cuentas pendientes, desde Pau Clarís y lo de 1714 hasta la sentencia del Constitucional del Estatut, pasando por Franco y otros agravios en que los catalanes son de mejor derecho y condición que otros avasallados peninsulares.
Así las cosas y las espadas, uno se pregunta si tiene sentido plantear opciones verosímiles y sensatas, como una propuesta de reforma de la Constitución en sentido federal y una consulta a los catalanes que explore si su voluntad es aceptarla o romper pese a todo. Dejando claro que la ruptura generaría un vidrioso conflicto de intereses que sólo sería posible resolver de común acuerdo y sin aspirar a condenar a todos los españoles, fuera y dentro de Cataluña, a someterse al diktat del secesionismo.
Demasiado largo para Torra.
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