La histórica cumbre sobre los abusos sexuales a menores en el seno de la Iglesia celebrada en el Vaticano se ha saldado no solo con el obligado reconocimiento de un grave problema, sino con una imprescindible autocrítica sobre el silencio cómplice, la indulgencia y el ... encubrimiento con los que durante décadas han sido despachados lo que el Papa ha calificado con razón como «crímenes». La mera celebración del cónclave ya supone un paso adelante, que debería marcar una clara línea divisoria en el comportamiento de la jerarquía católica antes y después de su desarrollo. Si se lleva a la práctica como es exigible, el compromiso asumido por Francisco de trasladar a la Justicia ordinaria los casos de pederastia que sean detectados, acompañar a las víctimas y reparar el daño causado ha de suponer un giro radical en relación con la actitud manifestada en el pasado reciente, que ha favorecido la impunidad de depredadores sexuales disfrazados de religiosos.
Publicidad
Ese mensaje del Papa, expresado en términos inequívocos, emplaza al conjunto de la institución. También su llamamiento expreso a acabar con cualquier tipo de encubrimiento o infravaloración de los abusos sexuales de los que tenga conocimiento bajo la falsa creencia de que así se protege el buen nombre de la Iglesia. Nada más lejos de la realidad. El cambio de mentalidad que requiere tales objetivos es una tarea prioritaria, que exige la máxima disciplina y diligencia. De su éxito depende la eficacia en la lucha contra una lacra con la que el poder eclesial ha contemporizado largo tiempo. Las elevadas expectativas que había suscitado la cumbre en algunos sectores no se han visto satisfechas. El Pontífice había reclamado «medidas concretas y eficaces». La declaración de intenciones con la que se ha cerrado ha defraudado a las asociaciones de víctimas, que la juzgan insuficiente y sin la debida contundencia. La ausencia de iniciativas específicas no puede minimizar los avances que representan las descarnadas reflexiones del cónclave ni el valor de sus conclusiones. Para proteger a los niños de los «lobos voraces», como reivindicó el Papa, la Iglesia ha de intensificar las tareas de prevención, poner coto a los depravados que alberga en su seno y, si aún así estos actuaran, denunciarlos ante los tribunales como los presuntos delincuentes que son. Su trabajo en esta materia será determinante para su imagen y su credibilidad.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.