Cada año, con motivo del análisis del derecho fundamental a la vida y la integridad física y moral, suelo preguntar a los alumnos su opinión sobre la eutanasia. El apoyo suele ser, como el lector puede suponer, abrumador, sin que apenas dos o tres estudiantes ... se postulen en contra. Entre ciertas franjas de edad -sobre todo, los más jóvenes-, el consenso parece ideológicamente trasversal. El Papa Francisco no objetó gran cosa con motivo de la sentencia de la Corte Constitucional italiana que, en otoño del año pasado, declaró que la norma penal que castigaba la ayuda a la eutanasia era contraria a la Constitución. Ni los teólogos ni los filósofos tampoco parecen tener demasiado que decir con respecto a una cuestión ética que parece consolidada y que revela una profunda transformación de la idea de muerte y de la relación que la sociedad tiene con ella.
Pese a lo que se cree, no son tan numerosos los países que han reconocido la eutanasia activa o el suicidio asistido: Holanda, Bélgica, Suiza, Luxemburgo, Colombia y, en Estados Unidos, los estados de Oregón, Washington, California, Montana, Vermont y Colorado. No obstante, hay un gran número de ordenamientos -entre ellos, el español- que han previsto mecanismos paliativos y el rechazo al tratamiento ante la perspectiva del dolor y el sufrimiento. Añadiría que, en el contexto histórico actual, el estrechamiento de la libertad política, de la capacidad efectiva de autodeterminarnos colectivamente, está siendo compensado con el reconocimiento de autonomía a los individuos. No extraña que la calidad democrática de hoy se mida por la cantidad de derechos que los ciudadanos son capaces de hacer valer frente a los poderes públicos y privados ante los jueces y tribunales.
En tal sentido, han sido los tribunales constitucionales los que, al igual que ocurrió por ejemplo con respecto a los matrimonios del mismo sexo, están marcando la pauta de los diálogos morales globales y de las próximas decisiones legislativas en materia de eutanasia. Recordemos que en Carter (2015) el Tribunal Supremo canadiense declaró que la sanción penal a la ayuda a morir vulneraba los derechos de libertad y seguridad de las personas en la medida en que, con su prohibición, el legislador afectaba indirectamente la integridad física de aquellos que sufrían graves padecimientos y sufrimientos. Otorgaba, además, un año de tiempo al legislador federal para que estableciera una ley garantista con el objeto de evitar situaciones de abuso en la praxis eutanásica («pendiente resbaladiza» o 'slippery slope argument'). La norma se realizó al poco de cumplirse el plazo estipulado.
Como ya he señalado, la Corte Constitucional italiana también ha considerado inconstitucional la norma -muy parecida a la vigente en nuestro Código Penal- que castigaba la cooperación al suicidio. La Corte, sustituyendo al legislador democrático, estableció unas condiciones muy exigentes para practicar la eutanasia, quizá ante la perspectiva de que el Parlamento italiano no se diera demasiado tiempo en regular la cuestión. Sin embargo, más sorprendente si cabe fue la decisión del Tribunal Constitucional alemán, que este febrero anuló la norma penal que consideraba delito la colaboración con el suicidio. En dicha sentencia, los magistrados de Karlsruhe reconocen un derecho a la muerte sin límites materiales (por ejemplo, enfermedad grave), lo que impide, en un razonamiento casi libertario, cualquier prohibición que disuada a los ciudadanos de buscar ayuda para morir y a los particulares de prestarles la cobertura necesaria -incluso a cambio de prestación económica- en virtud del libre desarrollo de la personalidad.
La proposición del Grupo Socialista de ley orgánica de regulación de la eutanasia acaba de superar en el Congreso las enmiendas a la totalidad presentadas por Vox y PP. El texto establece un derecho subjetivo a recibir «la prestación» (curiosa la acepción mercantil) de ayuda para morir a partir de unos criterios objetivos: sufrir o padecer una enfermedad incurable, grave, crónica o invalidante en los términos establecidos en la ley. Parte de la idea de un estado de necesidad que conduce a una despenalización del acto eutanásico porque existen bienes constitucionales que así los justifican: la dignidad de la persona (artículo 10.1 de la Constitución) y el derecho a no sufrir dolor en el contexto de la integridad física (artículo 15).
Lo deseable sería que las Cortes Generales y la sociedad estuvieran a la altura del desafío y de la importancia del objeto de la ley que se discute, aunque cabe esperar que, entre la polarización política, el ruido mediático y la falta de argumentos, la cosa termine pareciéndose a una absurda batalla cultural entre fans de la vida y de la muerte. Todo ello, en medio de una pandemia que precisamente puede estar mutando nuestra relación con ambos fenómenos.
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