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Hace solo cuatro meses, el Parlamento navarro aprobó la llamada Ley Foral de Policías con muy pocos votos en contra. Tanto la derecha navarrista como la izquierda abertzale votaron a favor. No hubo insultos, ni desplantes digitales apuntando al techo. Por no haber, no hubo ... ni malas caras. Al final de la sesión, cada cual declaró que la ley no era de su entero gusto, pero que sí se trataba de un texto común y consensuado. No sabemos si había policías entre el público asistente porque nadie, por lo visto, se marcó unas 'jotas' al aire, ni se vieron camisetas corporativas.
Hace unos días, sin embargo, el Parlamento vasco fue pasto de menciones y reproches que difícilmente pueden dejarse pasar como si nada, como si fuera aceptable el insulto de «nazi» a alguien o la calificación de «asqueroso» a algo que no sea una campaña de desratización de alguna zona del país. Roberto Pombo, escritor y periodista colombiano -premio Ortega y Gasset-, buen conocedor del terror en las selvas de aquel país, decía que «el desescalamiento del lenguaje vendrá después de la guerrilla, ya que entre bombas es realmente ridículo moderar el lenguaje». Y va a ser cierto porque, según parece, aquí hay todavía personas de la izquierda abertzale que mantienen sus trincheras en activo, por mucho que digan que es otro tiempo, que venga todos para adelante, que nada de remover el pasado, excepto ese pasado que les hizo sangrar, ese sí. Y del mismo modo que hace un mes eran incapaces de reconocer que la violencia perpetrada por ETA fue injusta, ahora el parlamentario Julen Arzuaga recurre a una terminología ofensiva que a quien más desprecia es a las propias víctimas del holocausto. Aquello fue el mayor de los horrores que un ser humano -bueno, miles de ellos- pudieron engendrar. Nada es comparable a aquello. No hay mayor descrédito personal que alguien vociferando esos insultos.
Una vez finalizada la intervención, cuando la presidenta del Parlamento informa de que va a proceder a retirar el insulto de marras, la portavoz abertzale, lejos de mitigar el calentón, persevera en la descalificación proferida por su compañero. La presidenta trata de poner orden y respeto en el pleno; a su vez, regresan los parlamentarios populares que habían abandonado el pleno, mientras el griterío entre algunos representantes abertzales y policías impide oír, ver y razonar. En otro palco, y esto es lo más importante, están algunos familiares de víctimas de la violencia policial ilegal; esa violencia que va mucho más allá de lo razonable y deviene en abuso, exceso e injusticia policial.
Lo importante de ese día era hablar de eso y amparar a esas víctimas, y no montar el circo romano de dedos para arriba o para abajo y gasear a una parte del público con términos y modos impropios de un espacio donde debe reinar la palabra y el debate. La mayoría de la sociedad vasca no nos sentimos representados ni por quien insulta ni por quien desprecia con gestos que aquí despiertan tiempos oscuros y muy violentos, precisamente para los cuales se estaba legislando. En este punto hay que añadir que los gestos ambiguos y polisémicos provenientes de un grupo de policías no solo son inapropiados y groseros, sino que, además, en este país nos retrotraen a épocas en las que se vertían amenazas mediante figuras hechas con el pulgar y el índice, simulando pistolas, peligro de muerte. Pero aun cuando desde el público se hubieran vertido tales gestos, nunca un parlamentario puede insultar ni amenazar a nadie.
Hace 24 años, ese mismo Parlamento ya se vio envuelto en otro acto de desprecio por parte de la propia izquierda abertzale cuando Mikel Zubimendi, que luego se enroló en ETA, vertió un saco de cal viva sobre el escaño vacío del socialista Ramón Jauregi, al que culpaba de los asesinatos de Lasa y Zabala. De aquello hace ya casi 25 años. Precisamente Pili Zabala, hermana del asesinado Joxi Zabala, tomó la palabra antes de que lo hiciera Arzuaga. Ella sí tenía motivos, dolores, reproches y angustias que escupir, pero no lo hizo, por su categoría personal y su calidad humana; al igual que otras tantas víctimas, ha sabido sorberse el odio y no minarse por dentro. Ellas sí que nos dan una lección de humildad, convivencia y futuro. Hace poco escuchamos en Bilbao a una de estas víctimas policiales, Inés Núñez, hija de un hombre que tan solo tuvo la mala suerte de ser brutalmente golpeado por la Policía en una manifestación en la que ni participaba, pero en la que, por defender a su hija de tres años de una carga policial, se llevó unos buenos porrazos. Tras reponerse, fue a denunciar los hechos. No volvió más. Lo acabaron matando a base de ricino y maltrato. Y ella, Inés, muchos años después de silencio e incomprensión social, no les odia, solo quiere reconocimiento y justicia.
Joxe Arregi, Koldo Arriola, José Félix Marías, Mikel Zabalza, F. Javier Núñez... Son todas ellas, junto a varias decenas más, personas muertas a manos de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Algunas de ellas tuvieron una gratitud popular y de hecho, algunos nombres forman parte de nuestra memoria histórica. Otras víctimas, sin embargo, nunca tuvieron reconocimiento alguno y, además, vivieron con la losa del silencio y la soledad. Al igual que las víctimas que provocó ETA, la sensación que durante demasiados años han tenido estas víctimas ha sido la del abandono social y la revictimización por el desamparo e incomprensión padecidas. Qué menos que una ley que pueda reconocerlas y repararlas en alguna medida.
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