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Ayer se cumplieron 39 años desde que Martín Zabaleta y el sherpa Pasang Temba pisaran la cima del Everest. Cada vez que un escalador occidental pone el pie en la cumbre del mundo lo hace también un sherpa. Cada vez que una expedición llega ahí ... arriba lo hace con ayuda de los sherpas. El 29 de mayo de 1953 Edmund Percival Hillary y el sherpa Tenzing Norgay coronaron por vez primera el Chomolungma, que es su nombre tibetano. O el Sagarmatha, que es su nombre nepalí. Mientras los dos estuvieron vivos, duró el misterio sobre quién de ellos había llegado antes. Hillary dijo que «habían llegado casi a la vez». Antes de morir, Tenzing reveló que Hillary había sido el primero. El misterio sobrevivirá mientras haya quien se niegue a creer la confesión de Tenzing. Es extraña la historia del Everest, sobre todo a partir del momento en que suma su nombre inglés a los que ya tenía. Este periódico ha publicado, para recordar el éxito de la expedición vasca de 1980, la crónica que entonces envió Munitibar en la que se explicaba que el nombre del Everest le viene del agrimensor Sir George Everest, quien en 1825 calculó que se trataba del pico más alto de la Tierra. Ahí es dónde una larga historia de aislamiento empezó a cambiarse por un destino de cualidades épicas, simbólicas, trágicas y ridículas. La carrera empezó despacito, como si apenas sucediera nada, pero cada nuevo paso, cada nueva ascensión (la primera mujer, la primera ascensión sin oxígeno, la primera ascensión en solitario) iba asentando la escalera para lo que vendría después, que es la locura de hoy: ese subir y bajar incansable de cada año, ese azacaneo de la humanidad en busca de metas y medallas. El Everest ha pasado de ser el emblema de lo inalcanzable, conquistado por unos pocos, a convertirse en un trofeo que colocar en el curriculum vitae de quien pueda pagarlo. A los sherpas les ha dado una nueva profesión y un medio de pagar los estudios de sus hijos. Cuando la expedición vasca de 1980 alcanzó la cumbre, apenas lo habían logrado algo más de 80 personas; ahora son unas 4.000 las que han escalado el Everest, muchísimas más las que lo han intentado y unas 250 las que han muerto en el intento. Algunos de los cadáveres que marcan el camino de la cumbre son tan famosos como los más famosos escaladores. La evolución del Everest es la evolución de nuestro mundo. Fue puesto en el mapa del deseo por el colonialismo occidental cuando las montañas más altas y las simas más profundas servían para perder dinero, no para ganarlo. Hoy es un negocio. La basura es un problema, y otro problema es que las rutas saturadas de gente se vuelven más peligrosas. Y aunque sea más fácil subir hoy que hace años, el Qomolangma, que tiene al menos tantos nombres como caras, sigue matando alpinistas para que no se nos olvide que tal vez ha sido vencido pero no domesticado.
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