Hay una oportunidad para todo. Tiempo para sembrar y tiempo para segar; hay tiempo para competir y tiempo para cooperar». (Jesse Jackson).

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Seguramente es pronto para extraer lecciones concluyentes sobre las consecuencias de todo tipo que se derivan de la emergencia sanitaria que afecta al ... conjunto de la Humanidad. Sin embargo, vamos tomando conciencia de la magnitud de algunos problemas que la propagación de un virus ocasiona en un mundo globalizado, en un contexto de economías abiertas e interdependientes, con una movilidad geográfica mayor que nunca antes.

La globalización ha traído consigo una aceleración de la Historia, las grandes transformaciones se suceden una tras otra cada vez a mayor ritmo. La digitalización de la economía, el cambio climático, las migraciones a gran escala, el envejecimiento de la población y los retos demográficos, el auge de los extremismos, las nuevas guerras comerciales... todo cambia a enorme velocidad. Por si no tuviésemos suficiente, la Covid-19 ha llegado para recordarnos que las pandemias representan una amenaza que, si bien no es nueva para el género humano, tiene lugar en un mundo superpoblado, desigual, interconectado y carente de instrumentos eficaces de gobernanza multilateral. Esta primera gran infección del siglo XXI es la quintaesencia del enemigo difuso, de la adversidad inaprensible que escapa al modelo de gestión compartimentada a la que estamos acostumbrados.

Estos desafíos de nuevo cuño ponen a prueba la gobernanza pública en un contexto de altos niveles de descentralización y fragmentación política, máxime al tratarse de fenómenos que no conocen de fronteras ni banderas. Las competencias gubernativas clásicas y exclusivas tropiezan con el abordaje de cuestiones que por su complejidad merecen una mirada trasversal e integral. El exasperante camino andado en la búsqueda de respuestas ante el desafío del calentamiento global es quizás el antecedente inmediato.

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En nuestro país hemos podido comprobar cómo emergen las incomodidades políticas al afrontar de manera conjunta una respuesta sanitaria y socioeconómica coherente, común y pautada a la propagación de un virus que ha mostrado una letalidad notable al provocar miles de muertes y poner al límite de su capacidad a los sistemas autonómicos de salud. Pero más allá del celo político, parece lógico y sensato que el Gobierno de España asuma en estas circunstancias la responsabilidad de adoptar las medidas de excepción en relación a la libre circulación de las personas y funcionamiento de actividades; de coordinar la monitorización de los datos epidemiológicos con el objeto de mejorar la toma de decisiones; o el abastecimiento de material sanitario cuyo suministro se ha visto seriamente comprometido en medio de un mercado global estresado y para cuyo manejo la diplomacia comercial adquiere singular valor.

Los sistemas políticos más descentralizados como el español se han demostrado históricamente más eficaces por la proximidad con que se prestan los servicios que afectan a la vida cotidiana de los ciudadanos. Estos pueden además ejercer un control más inmediato de los gestores de esas políticas públicas. Pero una crisis sanitaria como la que estamos atravesando demuestra que son sistemas que requieren de mecanismos de lealtad federal y cultura cooperativa para que la fragmentación de esa soberanía no devenga en vulnerabilidad. Si la política es consustancial a la búsqueda del bien común, un sistema político compuesto y complejo como el nuestro debe poder discernir entre espacios y momentos para la competición y otros reservados para la cooperación. Y huelga decir que este no es un momento para la competición.

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Hacer lecturas electorales de todos y cada uno de los pasos que damos, reduciendo al ciudadano a categoría de mero votante, condena la gestión a un permanente y agónico pulso. La deliberación, el debate y la confrontación política cobran pleno sentido si van encaminados a forjar consensos que sólo serán posibles si todos comprendemos que partido viene de parte. Aceptar la naturaleza relativa de nuestras respectivas verdades y adoptar una actitud proclive al entendimiento es la única manera de hacer de la política un instrumento útil en el que confiar para salir del atolladero.

La democracia es un proceso de profundización no exento de contradicciones y dilemas, que no puede perder de vista el fin último de proveer bienestar y seguridad al mayor número de ciudadanos. Esta crisis y sus trágicas consecuencias representan una oportunidad para devolver a la política ese sentido noble de servicio público que gire la mirada hacia los ciudadanos, a nuestro derecho colectivo a ser gobernados de buena fe y contar con una alternativa de oposición digna de tal nombre. De lo contrario no nos deberá extrañar que los ciudadanos escépticos y enervados se conviertan en legión.

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