Será por mi inclinación hacia los clásicos, pero cada vez que alguien de Podemos dice lo de «cuidar» aparece en mi cabeza Chiquito de la Calzada. Es automático. A veces, el Chiquito de mi cabeza, o sea, mi Chiquito del Subconsciente, al oír lo de ... cuidar y los cuidados rompe a decir «cuidadín, cuidadín» entre jadeos y resoplidos. Otras veces lo que hace es lanzar una única exclamación: «¡Cuidadorl!» No es lo mismo. El chiquitismo es un pensamiento matizado y la serie «cuidadín, cuidadín» evoca deambulaciones saltimbanquis y murmullos cabizbajos, mientras que «¡cuidadorl!» tiene que ver con la firmeza y la elevación de una mano en la que dos dedos forman un círculo rotundo: el cerito sexual de la taxatividad.

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Ayer Yolanda Díaz vino a Vitoria, fue a la radio, se reunió con empresarios y, a cuenta del lío entre Podemos y el PSOE por la factura disparada de la luz, dijo que «hay que cuidar la coalición». Fue al oírlo cuando me dije «cuidadín, ¡cuidadorl!» y casi caigo de la silla. Por la novedad. Y porque hay que tener cuajo para intentar hacer creer que un gobierno no es una estructura de poder inenarrable sino una especie de cervatillo al que urge arropar con una colcha de patchwork.

Luego pensé que quizá la vicepresidenta no hablaba tanto de cuidarse por el lado cuqui como de tener en el Gobierno cuidado los unos con los otros. Por lo que pueda pasar. Y de cuidarse todos de que el ciudadano no descubra que el Gobierno podría aminorar facturas de la luz haciendo cosas como estrujar eléctricas, bajar impuestos, subvencionarle al ciudadano o construir una central nuclear en cada capital de provincia y ponerle un nombre de general franquista por si después estalla.

Qué curioso, en fin, el repentino prestigio de los cuidados. Es como si el buen príncipe Kropotkin no estuviese ya hace un siglo hablando del apoyo mutuo. O como si fuese precisamente el nuestro un país enemistado con la vida. Un país, imagínenselo, que necesitase inventar un sistema revolucionario para echar una cabezadita a media tarde y esquivar los rigores de la existencia y la turra de los políticos, esa gente con tendencia a enrarecer el ambiente transformando su supervivencia laboral en un drama colectivo.

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EMÉRITO

El legado

Cómo estará el prestigio de Juan Carlos I que el teniente fiscal del Supremo ve indicios de que actuó como comisionista en negocios internacionales y lo que más sorprende es la reacción del PP: un automatismo surrealista que consiste en resaltar el legado del rey emérito como artífice de la Transición. Me recuerda a un profesor que tuve que te gritaba que te ponía un cero como una plaza de toros, pero añadía a continuación que tus padres eran unas personas estupendas, como intentando compensar. Es curioso, además, lo del legado. Como si el modo en que el del rey emérito se transformó en consentida impunidad no avergonzase hoy a la democracia española. O como si el principal legado que tiene que transmitir un rey, la Corona, Felipe VI no la hubiese recibido estable y tranquilizadora como una bomba Orsini, con la mecha encendida y un matasellos desolador en el que no pone Yuste, sino Abu Dabi.

CATALUÑA

Surgen del frío

El 'New York Times' desvela contactos de Josep Lluís Alay, jefe de oficina de Puigdemont, con la inteligencia rusa. Qué disparate. Ni que hubiésemos visto a Assange tuitear en catalán o al ministro Lavrov tenderle a Borrell una trampa con los presos del 'procès'. Ah, que lo hemos visto. Pues se entiende. El 'Times' sacó ayer mensajes de Puigdemont, Alay y Gonzalo Boye y se les ve que tienen, la verdad, nivelazo de espías: «Situación complicada en Moscú», «tendremos que decirles a los rusos que es solo para despistar», «estoy pensando mucho en Rusia».

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