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Quizá sea el momento de recordarlo: cuando aún no se ha producido la investidura del presidente del Gobierno, y por tanto resta un margen de incertidumbre sobre el resultado final. Ya que nada está aún decidido, no estaría mal que quienes llevan las negociaciones y ... quienes asistimos a ellas recordáramos que un gobierno para todos, que es lo que precisa cualquier sociedad humana, no puede establecerse contra nadie. Una vez que nos consta que carecemos de una clase política concienciada de la necesidad de anteponer los intereses del Estado y la ciudadanía a los cálculos de táctica partidista, lo que imposibilita al cabo el recurso a otras fórmulas más integradoras y de largo recorrido, que las soluciones de corto plazo alternativas no se conviertan en funesta coartada de cainismos y ajustes de cuentas varios, que sólo conducen al debilitamiento de la arquitectura estatal y a la precarización y el deterioro de derechos y libertades.
No puede gobernarse ni siquiera contra quienes aspiran, al amparo de nuestra Constitución, a cambiarla o derogarla. A los que así sienten y piensan, mientras se limiten a sentir y pensar y a encauzar sus ideas y emociones por los senderos legales, se los debe escuchar y tratar de contar con ellos en cuanto puedan razonable y lealmente aportar a la gobernanza común. Si pasan a maquinar y actuar contra la legalidad vigente, tampoco hace falta tomar decisiones ofensivas contra ellos: basta con dejar que la justicia y el Estado de derecho funcionen como saben y deben y hagan recaer sobre los responsables las consecuencias.
Menos aún puede gobernarse contra quienes representan, dentro del sistema y el respeto a las reglas del juego, ideologías contrarias a las de quienes ocupen los sillones ministeriales. En muchos campos de actuación cruciales para nuestro futuro se ha hecho sentir ya demasiado la estéril división, por cuestiones accesorias, entre quienes al final están llamados a una misma responsabilidad, la de proveer de un mínimo de oportunidades dignas a todos, con arreglo a criterios de libertad y justicia, que son los únicos que ofrecen al ciudadano la posibilidad real de serlo y sentirse como tal. Mal iremos, o continuaremos, si la prioridad es seguir marcando diferencias insustanciales, o de orden puramente propagandístico, mientras la sustancia de los asuntos públicos se degrada en medio de la reyerta de quienes probarán, así, tener más apego a la poltrona que a la misión de prestar un servicio público de utilidad a sus semejantes.
La llamada incumbe a quienes se sienten finalmente cada viernes en los asientos del consejo en el complejo de La Moncloa, pero también a quienes desde la carrera de San Jerónimo se conviertan en su oposición. Dejen a un lado el trazo grueso y burdo de los últimos tiempos. Sírvanle de algo a su patria.
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