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Aúltima hora del martes, y después de una confusa alocución de Puigdemont ante el Parlamento de Cataluña, los representantes de los grupos independentistas firmaron la declaración unilateral de independencia de la nueva República Catalana. En ella no se hace alusión alguna a su supuesta suspensión. ... Y ello a pesar de que, minutos antes, Puigdemont, en su enésima maniobra de distracción, había propuesto suspender no la declaración sino sus efectos por un tiempo indefinido. Lo cierto es que la tan esperada declaración de independencia ha tenido ya lugar, y de que, con ella, se ha consumado una rebelión que, incomprensiblemente, ha sido tolerada durante demasiado tiempo por los poderes legítimos del Estado.
Como advirtió el Rey en el impecable discurso que dirigió a la nación justamente una semana antes de estos hechos, desde la aprobación el 7 de septiembre de las leyes del referéndum y fundacional de la República, en Cataluña, la Constitución y el Estatuto de autonomía han dejado de estar vigentes. Los separatistas han destruido la democracia y el Estado de Derecho y, en este contexto, la única prioridad debe ser restaurar el orden constitucional.
¿Qué valor tiene la declaración? En un principio, una declaración de independencia no es más que un brindis al sol, carente de cualquier efectividad y, por ello, bastaría con acudir al Tribunal Constitucional para que la anulase y olvidarnos de ella. Ocurre, sin embargo, que en este caso la declaración supone constatar, como advirtió el Rey en su discurso, que los poderes que han secuestrado las instituciones catalanas de autogobierno y derogado la Constitución y el Estatuto, se han hecho ya –o están en trance de hacerlo– con el poder efectivo y con el control del territorio. En estas circunstancias, la declaración deja de ser una broma para convertirse en un delito de rebelión contra el Estado. Lo peligroso y grave, por tanto, no es la declaración de independencia en sí misma, sino todo el proceso insurreccional que la precede y en el que se enmarca.
La declaración viene a confirmar que el Gobierno de Puigdemont y el Parlamento de Cataluña desde el pasado 7 de septiembre carecen de cualquier legitimidad. Al haber derogado de forma antidemocrática la Constitución y el Estatuto, ejercen el poder sin cobertura jurídica alguna, como un gobierno de facto y, dicho más claramente, como un gobierno revolucionario o golpista. Solamente razones de oportunidad política –evitar un enfrentamiento que podría resultar violento– explican que, hasta ahora, el Estado no haya adoptado las medidas necesarias para destituir y poner a disposición de la Justicia a los líderes de la insurrección.
La declaración de independencia de la nueva República supone consumar una rebelión contra el Estado que, afortunadamente, aún no ha triunfado. Pero si no lo ha hecho no es porque, como repiten muchos, ningún Estado ha reconocido a la nueva República y pocos son los que lo harán, sino porque los separatistas todavía no se han hecho con el poder efectivo y total del territorio. Los 10.000 policías nacionales y guardias civiles, los 2.500 militares, los jueces, fiscales y otros funcionarios estatales que ejercen sus funciones en Cataluña son el último baluarte del Estado de derecho. Sin embargo, es preciso reconocer que hasta ahora no han sido capaces de garantizar ni el imperio de la ley ni el cumplimiento de las resoluciones del propio Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. Razón por la cual el Rey advirtió de la necesidad de restaurar un orden constitucional durante demasiado tiempo quebrantado.
En este contexto, la respuesta del Gobierno ha sido la de activar, por fin, el artículo 155. Este precepto está previsto para crisis de mucha menor envergadura que la actual, y podría haber resultado muy útil hace algunos meses, pero no es el mecanismo adecuado para hacer frente a una declaración de independencia y a una insurrección. Realmente, a estas alturas, y consumado el delito de rebelión (declarar por la fuerza la independencia de una parte del territorio nacional) solo cabe aplicar el Código Penal, lo que supondría la destitución del Gobierno de Puigdemont y de los parlamentarios rebeldes. En ese sentido, la virtualidad del artículo 155 podría ser habilitar al Ejecutivo de Rajoy para nombrar un presidente provisional de la Generalitat para los próximos meses. Tras el requerimiento del miércoles, en el caso de que Puigdemont no lo atienda y no se proceda a anular la declaración de independencia, el Gobierno deberá dirigirse sin más dilación al Senado especificando las medidas a adoptar. La más efectiva sería asumir las competencias de autoorganización de Cataluña y, en su virtud, cesar a Puigdemont –en el supuesto de que no haya sido detenido aún por orden judicial– y nombrar un nuevo presidente autonómico. Pero el nombramiento de nada serviría si no se logra la obediencia al mismo. De producirse movilizaciones callejeras y alteraciones del orden público no debe descartarse la adopción de otras medidas extraordinarias previstas igualmente en la Constitución para este tipo de situaciones.
En definitiva, el artículo 155 activado ayer puede no ser suficiente para impedir el triunfo de la rebelión.
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