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El sábado 14 de octubre de 1815, desde la cubierta del 'His Majesty's Ship Northumberland' armado de 74 cañones y comandado por el contralmirante George Cockburn, Napoleón avistó por primera vez la «roca miserable», así la calificó él mismo, de la isla de Santa ... Helena. Santa Helena está en el océano Atlántico a mitad de camino entre África y Sudamérica, la tierra más próxima es la isla británica de Ascensión a 1.125 kilómetros. La capital, única ciudad de la isla, es Jarnestown. Cuando Napoleón llegó allí, la población se componía de 3.395 europeos, 218 esclavos negros, 489 esclavos chinos y 116 esclavos malayos.
A medida que el 'Northumberland' se fue acercando a la costa, Napoleón vio aquellos acantilados negros a ambos lados del puerto de Jarnestown y supo que la muerte le estaba esperando. Mientras terminaban de adecentar Longwood, la que sería su residencia, el exemperador fue instalado en el Pavillon des Briars, perteneciente a la finca donde residía William Balcombe, superintendente de la Compañía de las Indias Orientales, que regía la isla.
La amistad de Napoleón con Betsy, la hija de Balcombe de 14 años, hizo correr en Europa un montón de historias malévolas sin ningún fundamento. De Longwood, donde murió, Napoleón siempre dijo que era insalubre, húmeda, y asediada por plagas de mosquitos, cucarachas, ratas, termitas y jejenes, una especie de moscas negras. Y lo cierto es que, aún hoy, el cónsul honorario francés, conservador de los dominios franceses en Santa Helena, tiene que luchar contra ellas.
El 14 de abril de 1816 llegó a la isla Hudson Lowe, el nuevo gobernador inglés, y fue el heraldo de la muerte. Lowe expulsó de Santa Helena a O´Meara, el médico irlandés, el único en el que Napoleón confiaba. Fue un golpe duro. Entonces, su madre le envió al doctor Antommarchi, un corso, que le asistiría en sus últimos momentos. Se ha hablado mucho de un posible envenenamiento con arsénico como causa de su muerte. Uno de los argumentos para defender esta teoría es que el propio Napoleón dijo a Antomarchi: «Después de mi muerte quiero que hagáis abertura de mi cadáver, quiero también y exijo que me prometáis que ningún médico inglés pondrá mano sobre mí».
Sin embargo, la razón real de la exigencia se debió a que sospechaba que padecía un esquirro, un tumor, en el píloro, igual que su padre, y quería que, si se confirmaba, Antomarchi aconsejara a su hijo, el 'Rey de Roma', el 'Aguilucho', la manera de prevenir un mal que podía heredar. Y la autopsia de Antomarchi confirmó esas sospechas, vio que «todo el estómago estaba ocupado por una úlcera cancerosa». Sin embargo, estudios posteriores de los cabellos de Napoleón demostraron la presencia de una cantidad de arsénico 38 veces superior a lo normal, por lo que algunos concluyeron que los ingleses envenenaron a Napoleón con arsénico mineral, con matarratas, el más mortal de los arsénicos.
Antomarchi siempre negó el envenenamiento, del que ya se habló en la época, porque «el corazón no presentaba las hemorragias típicas del arsénico» y atribuyó ese alto nivel de arsénico en los cabellos a que entonces se utilizaba en el empapelado de las paredes un pigmento que contenía arsénico y se liberaba a través de un hongo, lo que hacía que las concentraciones del veneno fueran altas entre la población, cosa que se ha demostrado. En fin, en 2015 el 'National Geographic' acabó con las especulaciones y concluyó que Napoleón murió de un cáncer, que no fue envenenado.
Y ocurrió que, después de su muerte, los restos del confinado se extendieron por el mundo como hoy el coronavirus. Colmillos, muelas, cabellos, sábanas con sangre fueron vendidos y subastados. Hasta su pene, un gran batallador como su dueño, según cuentan, sigue rondando por ahí. El padre Paul Vignali, que le administró el Viático, le cortó el miembro viril, que se subastó en 1916 en Londres y en 1977 fue comprado por un urólogo. Y todavía debe de andar dando tumbos por el mundo el imperial pene.
En fin, historias de otro confinado.
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