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No puedo remediarlo. Con cada cita electoral mi memoria se traslada a antiguas campañas que no por iniciales dejaron de ser consistentes, y me detengo con predilección en la más antigua que alcanzo a recordar: la que corresponde a las primeras elecciones generales libres tras ... la dictadura de Franco con las que el ciudadano debía legitimar, entre otras cosas, la recién nacida democracia dando el paso decisivo de la transición. Por edad yo todavía no podía votar, pero tengo bien presente la cartelería con el rostro de los candidatos, hombres en su mayoría -Dolores Ibárruri fue una de las pocas, poquísimas diputadas-, llenando decámetros cuadrados de valla publicitaria, de muro, de fachada, y cuyo carisma personal estaba por encima del discurso político que pregonaban, circunstancia que conocían y explotaban para la causa. Estaban, eso sí, a años luz de la imagen divinizada e incuestionable a que nos había acostumbrado el dictador, lo que los convertía en líderes creíbles, a pie de calle, líderes de carne y hueso.
Recuerdo los básicos eslóganes (Votar Centro es votar Suárez. Para salir adelante. Queremos la democracia para todos. Vota Fulano, Mengano. etcétera), a simple vista mucho menos trabajados que los de ahora, y recuerdo las calles cubiertas de panfletos estancados entre el polvo de las aceras o volando al viento, y los mítines con megafonía artesana, y las fotografías de prensa con las impurezas típicas de las reproducciones anteriores a la era digital. Y ya en el día D, las largas colas junto a los colegios electorales como no se han vuelto a ver jamás.
Pero no recuerdo difamaciones o descalificaciones al contrincante en los mensajes electorales ya que al no haber demostrado aún ningún partido su incapacidad ejecutiva, la campaña del 77 se fundamentó por fuerza en una apología del proyecto propio. Aquel 15 de junio era miércoles. Tal vez llovía, no lo sé; por aquí llueve a menudo en junio. Se eligió un día laborable -retribuidas cuatro horas- para asegurar una alta concurrencia a las urnas. Votó casi el 80% del censo, nunca se ha conocido una participación mayor, y me pregunto por qué ese 80% no fue un 90% o un 95% dado que el voto era o se veía como el camino hacia libertades imprescindibles negadas durante años de totalitarismo represor. El recuento duró dos largos días que al ciudadano se le hicieron interminables; el escrutinio del 12-J apenas durará unas horas. Estoy hablando de otros tiempos.
En los tiempos actuales, sin embargo, el candidato está gastado. Muy alejado del ethos del pasado, su voz ahora es puro ruido, tautología, hablar para decir en esencia lo de siempre, que es lo más parecido a no decir nada. Pero como no ignora el desencanto del votante, innova y refuerza términos tales como ecología, cuestión de género, igualdad interracial, conceptos que tras la Covid, tras el movimiento 'Black Lives Matter', etcétera, son de gran aceptación social. Mensajes de transformación o reinvención, un renacimiento económico, político, social y cultural para nuestra envejecida Euskadi que, hasta donde el ser humano más anciano pueda recordar, menos una pandemia como la reciente, lo había vivido casi todo.
Que en los tiempos actuales cuesta definirse, es un hecho; seguir una ideología hasta el final como quien sigue los colores de un equipo hasta la muerte, poco menos que imposible, y el votante, sin una hoja de ruta clara, es un individuo fatigado, hastiado, defraudado. Porque el mapa de pactos y alianzas intoxica y empuja a una variación permanente de criterio. Porque dentro del espectro político es difícil saber lo que queremos -sabemos, eso sí, lo que no queremos-. Porque el gen de la notoriedad y el ADN de la exhibición habitan en cada candidato. Porque el debate público muestra más que nunca sus fisuras, que acaso sean grietas del tamaño de una sima alpina. Y porque aquellos votantes de hace cuatro décadas somos algo más sabios y desde luego mucho más críticos, experimentados y viejos.
Durante el confinamiento recuperé una lectura de juventud a la que no había prestado en su día la atención que se merece: 'El cura de Monleón'. En ella Pío Baroja confecciona magistralmente el personaje de un sacerdote que pierde la fe religiosa. Las razones en las que sustenta su crisis -adquiridas a causa de las conversaciones eruditas con un tal Basterreche y a lecturas comparadas- no son disparatadas, tienen la lógica del razonamiento progresivo, y algunas se asemejan a las que han hecho añicos la fe del electorado: la ausencia de rigor en las palabras de los candidatos, el aserto sobre hechos sin confirmación alguna, la mentira al fin, pura y llana.
Y, mientras tanto, el deporte retoma su espacio dentro de la nueva normalidad. «Panem et circenses», que diría Juvenal…
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