Los llamados 'ongi etorris', esos recibimientos con vítores a presos de ETA que han salido de la cárcel por terminación de su condena y vuelven a casa, resultan penosos (en su acepción de lamentable, muy desafortunado) y producen un malestar que desasosiega. Esa repugnancia se ... incrementa cuando se trata de asesinos (o asesinas) con muertes probadas. En ese paseo triunfal (vítor viene del latín 'victor', vencedor) por las calles del pueblo del considerado 'gudari', cuya única victoria es haber tirado su propia vida al destruir otras, entre el pasillo de los que lo ovacionan, abrazan y dan palmadas en el hombro, no me sorprende ver a viejos amigos del viejo asesino (arrepentido o no), que mantienen incólume su reserva de odio, pero sí a jóvenes que jalean al bienvenido como a un héroe y cuya devoción a ETA solo puede venir por herencia. Aplausos sin reservas, sin evolución, sin piedad ni proceso reflexivo que paralice las manos.
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En un mismo noticiario, y en reportajes consecutivos, vi el entregado recibimiento al rey demérito en el Club Náutico de Sanxenxo y la bulliciosa alegría en Burjassot de los familiares y vecinos de cinco menores, presuntos violadores de dos niñas, a los que la juez no había aplicado prisión preventiva. Por supuesto, no hago comparaciones entre un asesino de ETA, Juan Carlos I y unos críos violadores, sus características no tienen puntos comunes. La coincidencia que los abarca es el vitoreo acrítico que se convierte en aprobación sin que importen las razones para una lógica reprobación.
En el caso de Juan Carlos I, se me hacen de una incomodidad que tiene que ver con el agravio comparativo esos incondicionales vivas al rey que se ha librado de juicio, por prescripción y figura inviolable, y que no considera que tenga que dar explicaciones acerca de nada. En el de esa gente de reacción lamentable en Burjassot, que recibe a sus muchachos, «en situación social y educativa muy laxa» (califica la juez), como si hubieran protagonizado una hazaña en vez de una agresión sexual, y que lo único que parece importarles es que de momento se han librado del trullo, hay una bajeza moral y un embrutecimiento que consternan. Si hubiera sido al revés, y las niñas violadas sus hijas, los «¡son guerreros!» y «¡gloria a tu nombre!» se habrían convertido en un entusiasta intento de linchamiento.
Entre los vítores penosos, abucheos, insultos y el apedreamiento, hay una apreciable distancia y grados de aprobación y reprobación. Parece la mejor respuesta ciudadana ante lo inadmisible de ovacionar la ausencia, con el consiguiente y adecuado silencio.
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