Nos acabamos de mudar de casa. El 'día D', cuando se produce el traslado, entran unos diez tíos formato 'armario' precisamente para cargar con tus armarios. Con una precisión quirúrgica, van sacándolo todo de los cajones, baldas, alacenas. Como si absorbieran el alma de un ... hogar poco a poco. Y en tres horas tienes un habitáculo vacío donde antes hubo un hogar. Estás como desnudo. Toda tu vida, todos tus recuerdos, están dentro de un camión. Toda tu vida, en cajas.

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Llevado por la fragua del trajín, no tuve tiempo para pensar. Gestiones, viajes, maletas, niños. Pero horas después tuve que volver a mi antigua casa a recoger algo. Y de pronto, sobrecogido por el estruendo del silencio, por la opresión del vacío, lloré. Solo un poco, pero con gotas gordas. Al ver una esquina horadada me asaltaron imágenes superpuestas de mi hijo en un triciclo jamándose la pared. En el pasillo les recordé aprendiendo a caminar. La bañera me trajo el recuerdo de los miles de 'largos' que les encantaba hacer, como si nadaran. Y en la cocina, donde hicimos familia, aún reverberaban entre sus paredes las risas y los gritos que nos lanzamos.

¿Dónde quedará todo esto? ¿Abandonar un hogar es abandonar recuerdos? ¿Realmente algo tan intangible y valioso como la vida puede estar contenido dentro de cuatro paredes? O, peor aún, ¿dentro de unas cajas?

Me niego. Ya lo dije una vez: probablemente los recuerdos son lo más importante de nuestro pasado, pero nunca de nuestro presente. Esos recuerdos los llevamos nosotros. Somos nosotros. Tan solo los llevamos a otras cuatro paredes distintas… que pronto llenaremos de gritos, risas y nuevos recuerdos. Aquí vamos.

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