Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
En un lugar cuyo nombre no diré para que no se me arracime allá más gente, descubrí yo lo que es el verano más allá de circunstancias estacionales. Solo diré que es un cabo, aunque esté lleno de golfos, y que tiene un color. El ... rojo.
Treinta y tres años he pasado allí. Y fue allí donde descubrí un concepto de veranear distinto al de los viajes a destinos cada año más atractivos. La rutina de ir siempre al mismo lugar forjó unos lazos que ahora atan, constriñen y unen por partes iguales. En ese pueblecito costero tengo unas raíces demasiado hondas ya como para desenterrarme en búsqueda de nuevas tierras. Es, por tanto, un destino ineludible cada año. Porque sería demasiado doloroso no verlo. Demasiado doloroso no ver a la gente a la que quiero y que no puedo disociar de aquellas playas (atestadas, que no venga nadie más) de aquellas palmeras, de aquel Torreón.
Supongo que la parte romántica que pierdes por no visitar lugares exóticos, la ganas en el romanticismo de lo que es en esencia lo romántico: la exaltación del sentimiento y la fantasía. El Romanticismo fue el movimiento cultural europeo de finales del XVIII que precisamente exaltaba lo sentimental en el arte, por encima del Neoclasicismo.
¿Y qué mayor exaltación sentimental puede haber que la de que decenas de personas -amistades ganadas para siempre, o familiares esparcidos por la piel de toro- decidan, en aras sencillamente de verte, reservar lo mejor de su vida (su tiempo) para juntarse en un lugar? Un lugar mejor o peor, pero único. Único solo para nosotros. Único porque nos unió. Eso es romanticismo. Eso es para mí, el verano. Hallar un lugar para exaltar el sentimiento.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.