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De un día para otro vimos cómo nuestra forma de vida se transformaba en una distopía sujeta a todas las reglamentaciones que nos resultaban desoladoras y absurdas en aquellas novelas que nos pintaban un futuro deshumanizado y sometido a la mano de hierro de unos ... entes totalitarios y vagamente fantasmagóricos. De la noche a la mañana pasamos de disfrutar de unos espejismos de libertad a padecer las fantasías inquietantes de una pesadilla. En muy poco tiempo el tiempo mismo dejó de ser una secuencia para convertírsenos en un presente estático en el que se habían abolido el calendario y los relojes, en el que todo volvía sobre sí mismo, en un bucle de esperanzas fallidas, de expectativas defraudadas: nos íbamos a dormir con la ilusión de poner la radio por la mañana y oír la noticia de que aquello ya pasó, de que por fin se había acabado, de que volvíamos a ser como antes en el mundo de antes.
De un día para otro la vida se nos convirtió en una novela de terror, y todos estábamos dentro de esa novela como una tropa de personajes secundarios y repentinamente neuróticos que daban por hecho que el tocar un picaporte en nuestra casa o una botella de aceite en el supermercado podía provocarnos la muerte en cuestión de días. Nos poníamos guantes contra esa muerte, pero la paranoia nos susurraba que nuestros guantes también podían estar contaminados de muerte. Que tocarnos la cara con nuestras manos enguantadas era también un peligro de muerte. Porque la muerte dejó de ser una palabra de uso excepcional para convertirse en un comodín en las conversaciones, y oíamos las cifras diarias de muertes con una mezcla de estupor, de resignación y de espanto, con ese fatalismo sombrío con que se asumen las cifras de caídos en una guerra. Lo que podía matarnos, en fin, era invisible y podía estar en cualquier parte, podía metérsenos en casa con la cesta de la compra, con la brisa, con el mensajero que nos dejaba un paquete que manipulábamos como si se tratase de un paquete bomba.
De un día para otro fuimos seres con mascarilla, seres con media cara, conscientes como nunca de los rumores de nuestra respiración bajo un tejido que se encargaba de evitarnos el acabar entubados en un hospital. Pasamos, en fin, de estar en el centro de la vida a escondernos en los márgenes de la vida. Hemos aprendido a sabernos frágiles. Hemos aprendido que el miedo individual puede disfrazarse de heroísmo colectivo.
A estas alturas, dicen algunos que vemos ya la luz al final del túnel. Es posible. Como también es posible que la desesperación nos haga ver una luz donde hay aún mucha tiniebla. No sé. Parece ser que ahora toca sugestionarnos con la idea alegre de que esto ya pasó. De que recuperamos en público nuestra cara de cara al verano. Pero…
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