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Ahora que ya soy un sesentón prefiero los días laborables. Me tomo un café en una terraza, a media mañana, y me pego un buen rato mirando a la amable gente que pasa. Si fuera joven, me gustarían los días de fiesta, fiesta, fiesta. Para ... hacer botellón, supongo. Botellón, botellón, botellón. Pero no lo soy, claro. ¿Me gustaría serlo? Por supuesto que sí. Daría una pierna. Pero no lo soy. Por eso no entiendo los botellones. Soy más de terraza, podríamos decir. Claro que también pagué diez euros por dos cañas en una terraza y me mosqueé un poco. Normal. Pero es indudable que los botellones tienen algunos inconvenientes. Molestan a los que quieren dormir, dejan la basura tirada. Aunque es espectacular ver por las mañanas a las brigadas de limpieza: qué eficacia. De todas formas, lo que más me sorprende de los botellones es que tengan que ser multitudinarios. ¿Por qué tantísima gente bebiendo apretujada en el mismo sitio? No lo entiendo. Eso tiene que significar algo. Sin embargo, si me paro a pensarlo con calma (que no es fácil), llego a la conclusión de que yo también lo haría. Si fuera joven, quiero decir. Yo también haría botellón. ¿Tú no? Supongo que las autoridades municipales de todo el mundo (porque esto está pasando en todas partes, creo) son muy conscientes del fenómeno. Y supongo que saben cómo actuar para sobrellevarlo lo mejor posible. Confiemos en que así sea. Pero tampoco es fácil. Me acuerdo de algunas cositas que hice yo de joven de las que, en fin, mejor no hablar. Cada generación se venga de la anterior como puede. Y muchas veces, los que más se han pasado de jóvenes son los que más critican a los jóvenes cuando son viejos. No sé, digo.

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