En una conversación de bar con cuatro personas que viven en el barrio, alguien contó lo que llamó «lo de los ingleses» en tono de anécdota jocosa acompañada por sonrisas de los que ya se sabían la historieta. El asunto era que dos turistas ingleses, « ... un par de tiarrones», se habían dado cuenta de que «dos moritos» intentaban robarles. Lo evitaron, los retuvieron y «les dieron tantas hostias» que los propios ladrones gritaban llamando a la Policía para que se los quitaran de encima. Dije que no le veía la gracia y que el hecho me parecía triste y siniestro. El narrador dijo que claro que la paliza no estaba bien, pero era lo que se merecían, a ver si así se llevan un escarmiento que les sirva de lección para que dejen de robar, y que eso sí estaba bien.
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Comprendo el hartazgo de la gente ante los robos llevados a cabo por chicos marroquíes sin más ocupación ni horizonte que delinquir. Yo también lo he sufrido: una cartera con el ordenador en un descuido y el móvil de un bolsillo al pase, con suma habilidad. Y he evitado por poco otra vez que me levantaran de nuevo el móvil. Y resulta desalentador que tras ser detenidos, aunque sean reincidentes, vuelvan a la calle con impunidad. Es difícil que un juez dicte prisión preventiva ante estos delitos menores y aún más llegar a un procedimiento de deportación; todavía mayores complicaciones cuando son menores de edad. Incrementar la eficacia y vigilancia policial es solo un paliativo de esta lacra, pero es necesario. A pesar de todo ello, de la suma de carencias, nunca podría aplaudir una paliza a modo de justicia popular de escarmiento, de castigo sustitutivo donde la ley no es eficaz.
Sacar a estos jóvenes delincuentes del círculo vicioso de su marginalidad es un problema sin cauces de solución en el presente. Carecen de la menor perspectiva de futuro, los miramos con desconfianza y temor y ellos mismos se excluyen de una improbable inclusión social y laboral. Juntarse para celebrar la victoria en el fútbol de Marruecos, el país donde solo les aguarda la pobreza, es una de las pocas maneras de hacerse visibles sin dar miedo o generar odio. Si estuviera en su lugar a la misma edad, es posible que yo también robara. Y probable que si hubiera pillado con las manos en la masa al que me birló el ordenador, habría intentado soltarle una hostia.
Supongo que, como es habitual cuando se trata de uno de estos espinosos temas en una columna, suscitará airados comentarios (en la edición digital) que suelen estar escritos con una sintaxis acorde con la altura de pensamiento y siempre firmados con apodo, lo cual no me extraña.
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