La semana pasada, un hombre no pudo contenerse y apedreó los cristales de la oficina de Naturgy, la compañía eléctrica, en Vigo. Me encantan este tipo de historias entrañables en el límite de la comedia vecinal. Es la vida sin más, a ras de suelo, ... con su eterno vaivén. El hombre abrió el buzón, vio la factura de la luz y perdió el control. Uno asiente de un modo natural ante este tipo de cosas, ¿qué te voy a contar? Es difícil no ponerse de su lado. De hecho, sientes que podrías haber sido tú.

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En fin, el hombre fue detenido e identificado en pocos minutos, claro. No intentó huir, ni nada de eso. Era un hombre normal. Uno cualquiera del barrio. Yo tampoco habría huido. ¿A dónde vas a ir? Luego, ya más tranquilo, declaró que lo había intentado con todas sus fuerzas, pero que había sido incapaz de contenerse. Es enternecedor, ¿no? Dan ganas de abrazarle con cariño y decirle algo bonito al oído. Pero, claro, le van a denunciar y va a tener que pagar lo que no quería más los destrozos y la multa. Así que ojo.

De todas formas, llegados a este punto, yo no puedo evitar preguntarme a cuántos (a qué porcentaje de la población, quiero decir) nos habría apetecido hacer eso mismo o algo parecido. Porque me temo que seríamos unos cuantos. Pero no lo hacemos. No señor. Nos aguantamos. Y a eso iba. Ese aguantar multitudinario y cotidiano del ciudadano medio es la base de todo. El suelo de la Historia. No sé de dónde sale, pero ese aguantar duro y constante es una portentosa fuerza de la naturaleza. Un prodigio inexplicable. A mí me ha fascinado siempre. Solo es uno el que pierde el control y acto seguido se arrepiente, ¿no es increíble?

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