De madrugada, abro los ojos sobresaltada al oír «Los hermanos Cano competían por escribir la canción más hermosa del mundo». Lo primero que pienso es que mi santo ha confesado en sueños su admiración por Mecano porque no tiene valor para hacerlo despierto, pero no: ... es un tipo hablando por la radio, que permanece encendida desde anoche. Me alivia comprobar que no tendré que pedir el divorcio alegando incompatibilidad de gustos musicales.

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Diga lo que diga el tipo de la radio, los hermanos Cano no consiguieron hacer la canción más hermosa del mundo (a «magdalenas de sexo convexo» me remito) pero, al menos, lo intentaron. Y eso tendría que ser un mandato constitucional o, como mínimo, una orden ministerial: procurar hacer algo bello de vez en cuando, lo que fuera; una canción, una columna, una tortilla de patatas dorada y jugosa, un Dry Martini «como un cuchillo disuelto», que decía Manuel Alcántara, o una hoja de cálculo en Excel. Cada uno lo suyo, que aquí caben desde poetas con reconocimiento local hasta economistas circunspectos. En una época grotesca construida a base de insultos idiotas, urbanismo ceniciento y perros abandonados en las carreteras, es una obligación moral buscar la belleza. Aunque solo sea una vez en la vida; aunque fracases en el intento y la tortilla te quede más seca que la mojama.

Sin ir más lejos, yo voy a tratar de convertir este domingo, una tierra baldía donde solo caben recortes de la semana pasada y ansiedades de la que viene, en un día hermoso. Es algo homérico, lo sé, que no acompañan ni el tiempo ni Mecano: «Entre semana voy deportivo / Pero el domingo me pongo muy fino / Con mi chaqué de lino». Acabáramos. Con estos mimbres quién hace un cesto.

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