El título de la columna de hoy viene de la mano del villano de mi última novela. Porque en su trama se habla de que, en este mundo, hay una lucha que excede a la de clases, religiones o Estados. Es la lucha contra el ... Mal. Y como dice uno de mis protagonistas: «El Mal no sabe de bandos, pero sabe de guerras; y está a ambos lados de cada una».

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Estuve en Barcelona cuando las protestas por Hasél. Sé que no soy nadie para juzgar y por eso no juzgo. Pero lo que hemos visto me ha llenado de tristeza. En las caras de esos jóvenes lanzando piedras, o rompiendo cristales, no vi el aura que reviste la determinación de estar luchando por un ideal. Lo que vi era el odio que se esconde detrás de cada ideología exacerbada. Porque cuando una idea nos hace odiar a quien tiene otra distinta no somos ideólogos. Somos fanáticos.

Digo que no podemos juzgar desde el absoluto convencimiento. Porque condenar a alguien significa juzgar su 'acto' y su 'intención'. Y aunque sepamos que un acto es incorrecto (no es fácil) nunca podrá juzgarse la maldad real de quien lo cometió, ya que nunca nadie -a veces, ni él mismo- será capaz de conocer sus íntimas motivaciones o circunstancias.

Pero lo que vimos estuvo mal. Y la lucha contra ese mal siempre se libra en el mismo sitio: dentro de uno mismo. El Señor del Mal no es otro que cada uno de nosotros. Porque siempre y en cada momento tendremos la capacidad para elegir lo correcto, lo que nos deja en paz con nosotros mismos, sobre lo que no encaja con unos valores que son universales. Para decidir no odiar, aunque no entendamos al que piensa distinto. Y eso no es ser débil. Eso… es tener señorío.

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