Fui al estreno de la obra 'Los santos inocentes' en el Teatro Calderón de Valladolid. Quería verla en primicia como homenaje a Fernando Marías, que hizo la adaptación teatral (junto a Javier Hernández-Simón, el director) de la novela de Miguel Delibes, tenía mucha ilusión ... por el proyecto y no ha llegado a ver su realización. Le habría encantado, así como contemplar el Calderón sin una butaca vacía (me impresiona estar en un gran teatro lleno, con tantas personas en atento silencio en una celebración cultural colectiva) y la entregada ovación al final.
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Convertir en obra de teatro 'Los santos inocentes' contaba con la dificultad de una superación comparativa, aunque la puesta en escena teatral y la cinematográfica sean articulaciones diferentes. La película de 1984 fue un hito. Es la obra maestra de Mario Camus, el guion que firmaron el director, Antonio Larreta y Manolo Matji era excelente y el reparto, desde Alfredo Landa hasta Ágata Lys pasando por Juan Diego y Terele Pávez, brillante. La obra sale más que airosa del alcance de la larga sombra de la película (nunca mejor dicho en referencia a otra famosa novela de Delibes).
La adaptación es muy buena tanto en los diálogos, que aprovechan sin excederse la riqueza léxica de Delibes, como en la estructura dramática. Con incorporaciones originales, entre las que destaca la escena de humillación de clase y sexual por parte del señorito Iván (un Jacobo Dicenta en estado de gracia) con la criada, la hija de los mansos inocentes, en despreciada presencia de su amante, la mujer del guardés, que es otro lacayo; la elipsis de la segunda rotura de pierna de Paco el Bajo o el diálogo entre la madre y la hija, en el que la educación y el conocimiento se muestran como el camino para escapar de la condición de siervos encadenados por la incultura y la pobreza en la que han pasado una vida de sumisión Paco y Régula.
Javier Gutiérrez es un idóneo Paco el Bajo, Pepa Pedroche una muy buena Régula y Luis Bermejo un Azarías convincente, en un personaje más fiel al de la novela y no tan retrasado como el de Paco Rabal. La escenografía podría ser menos esencial y con variaciones, pero no empaña el logrado y bien dirigido conjunto. La magia de las palabras, de los actores en el escenario, de los silencios, de la sobriedad de la música, de la luz y de la sombra, de los congelados de movimiento que simbolizan la explotación que no ha cambiado en siglos, sirve a la conmovedora fuerza de esta historia inmortal de humillados y ofendidos. Cuando 'Los santos inocentes' lleguen al Arriaga, o dondequiera los encuentren, no se los pierdan.
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