Venimos de una época de regalos. Amigos invisibles, enemigos visibles, reyes de Arabia o pastores vascos mitológicos. Algunos a través de la chimenea, otros debajo del árbol y otros cara a cara.

Publicidad

Sea como fuere, esto me ha hecho pensar. Hay algo más relevante en ... el gesto de regalar que en el mismo regalo. De niño, recuerdo más la emoción de la experiencia, de la sorpresa, de la magia… que los regalos en sí (salvo la Supernintendo, esa sí la recuerdo: gracias, Baltasar).

Vivimos en un mundo en el que el relato, las historias o las experiencias son los que de verdad nos llegan al corazón. Somos un mundo más necesitado de testimonios, de narrativa, de moralejas que de lecciones o discursos. Es decir, lo que nos llega al corazón queda más indeleble en nosotros que lo apreciable solo desde el punto de vista racional, material o práctico. De ahí que recordemos más el hecho de que alguien se complique la vida para tener un detalle con nosotros que el detalle en sí mismo. O que, a veces, valoremos tanto el regalo de un libro, porque nos ha hecho vivir, pensar o imaginar una historia. No estoy siendo corporativista, creo que por eso algunos libros son tan buen regalo.

Y quizá por eso la etimología de la palabra 'recuerdo', viene de la conjunción de palabras latinas 're' (nuevo) y 'cordis' (corazón). Llevar algo de nuevo al corazón es recordar. De ahí que tenga metido en el entrecejo que a mis hijos (y a los míos) haya de regalarles recuerdos. Ofrecerles experiencias, gestos, testimonios que les lleguen directamente al corazón. Porque eso sí lo recordarán. Y porque por eso y no por otras cosas es por lo que acabarán recordándonos.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Accede todo un mes por solo 0,99€

Publicidad