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Mi gozo en un pozo. Que no he podido comprarme ni un pingo en las rebajas, digo. Que no queda nada, afirmo. Que ha volado todo, constato. Que las últimas serán las primeras en el reino de los cielos, pero no en el de las ... gangas. Que me he encomendado a Nuestra Señora de los Descuentos y me he tirado a las tiendas dispuesta a tragarme una buena cola (perdón, una buena fila) y a soportar a dependientas con cara de estreñimiento (perdón, a algunas dependientas). Pero ha ocurrido lo de siempre: si está el color, no está la talla; si está la talla, no está el color; si están el color y la talla, no está rebajado: es avance de temporada. No falla.
Descompuesta y sin hato, he pasado de lo analógico a lo virtual, a ver si tenía más suerte. Pero tampoco: las que antes estaban en la puerta de los grandes almacenes esperando a que dieran la salida, ahora arrasan en internet como una plaga de langostas que, con la pandemia, aquí ha aprendido a comprar 'online' hasta Doña Rogelia. Total, que he echado un vestidín al carro virtual y, cuando he ido a pagarlo, ya no estaba disponible. Y cierto es que puedo seguir tirando de fondo de armario, que una tiene recursos para pasearse por la alfombra roja de los Goya hecha un pimpollo y para irse de retiro ayurvédico con su amiga la alternativa, pero el mundo nunca es suficiente. Ni los vestidos negros.
Al final, por autoprescripción facultativa y por quitarme de encima el rebajón que me ha dado no poder pillar nada en las rebajas, he cerrado el portátil y me he ido de tiendas por el barrio. Mira, en la frutería tienen los puerros de oferta. Cinco kilos he comprado. Me veo comiendo vichyssoise hasta el año que viene. Y aún estamos en enero.
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