Como periodista, llevo la curiosidad en el bolsillo dispuesta a dar con un abrevadero donde saciar la sed de noticias. Como escritora levanto acta de las emociones que lo cotidiano no puede contar, y como opinadora me doy de bruces con esa realidad subterránea que ... emerge como un cadáver. Cuando comenzó este año los altavoces mediáticos nos dijeron que nuestra fabulosa relación con Argelia nos colocaba en una situación envidiable; éramos una isla energética. Nuestros proveedores eran Estados Unidos, Argelia, Nigeria y en cuarto lugar Rusia. Luego estalló la guerra, y sin que supiéramos ni cómo, ni dónde, ni por qué, le dimos una bofetada sin mano con una cartita a nuestro amigo argelino y aquí paz y después gloria. Bruselas convocó a sus socios al rechazo moral y económico de Putin y todos los países se mostraron solidarios. O eso parecía.
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Leo en un periódico económico que en junio Rusia se convirtió casi en nuestro principal proveedor de gas por detrás, pero muy cerca, de Estados Unidos, rompiendo su histórico modelo de suministro y generando algo más que estupefacción en el mapa energético mundial. En teoría, nuestro país estaba alineado con la línea dura europea de no importar gas y otras energías de Rusia como castigo a la invasión de Ucrania, pero al parecer hay muchas cosas que no sabemos, por ejemplo, que estamos vendiendo el gas que al parecer 'nos sobra' a Marruecos, el mismo que Argelia no quiere venderle. Me declaro incompetente para entender este lío insolidario de reinos de taifas en una Europa en la que siempre se sospechó de nuestra neutralidad. Un mal rollo más propio de un césar que de un Gobierno democrático.
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