Pues eso. Que ya estaría finiquitado el verano. Al menos para mí. Pero qué bien septiembre. Es el típico mes al que se le tiene manía. Quizá porque su mayor función es recordarnos que el final del verano llegó… y tú partirás. Quizá porque sea ... un mes aislado como lo es una isla sin puentes (los puentes que sí hay en octubre, noviembre o diciembre). Quizá porque sea el mes que con mayor alevosía va escondiéndonos cada día antes el sol. Quizá porque sea el mes de los propósitos que luego serán desatendidos. O quizá por ser el mes en el que comienzas las colecciones de Planeta Agostini que luego dejas a medias. Quizá.

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Pero qué ganamos si lo único que pretendemos es que pasen cuanto antes los momentos malos para que lleguen los buenos. Si demoramos nuestra felicidad hasta el próximo puente, como mucho tendremos picos de contento. La vida no puede ir de esperar los puentes: tiene más que ver con tenderlos y cruzarlos. La felicidad ha de ser algo más permanente; si no, no es tal. Hay un algo que debemos encontrar que nos haga plenos. Algo que vaya más allá de la espera a la próxima atalaya de disfrute; porque si no, se nos pasará la vida esperando esos momentos, que luego bien podrán truncarse.

Así que… qué bien septiembre. Qué bien hoy. Qué bien ahora. Qué bien que haya trabajo para sacar adelante. Qué bien que hoy vaya a hacer la vida un poco más fácil a los demás, si trabajo bien. Porque todo esto -este trabajo, esta vida, esta familia, este mundo- hay que sacarlo adelante. Y se cuenta con que yo hoy, ahora, haga lo que debo y esté a tope en lo que haga. Hay que trabajar en septiembre. Pero qué bien septiembre. Vamos.

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