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Las pocas veces que veo una serie en Netflix, cuando termina cada capítulo me viene a la memoria la película de Charles Chaplin 'Tiempos modernos' (1936). En aquella corrosiva sátira sobre la explotación laboral del proletariado en la industria y el trabajo alienante hay dos ... secuencias que no habrán olvidado y que tienen el denominador común de la prisa con agobio. Una es la de la cadena de montaje, en la que los operarios tienen que ocuparse de las piezas sin un segundo de respiro; Chaplin aprieta tuercas con una llave inglesa en cada mano. Aumentan la velocidad de la cinta transportadora para incrementar el ritmo de producción y con solo rascarse el sobaco se le escapa la pieza y tiene que ocupar el espacio del siguiente obrero y desplazarlo para recuperarla. Tras una nueva aceleración y un abejorro ante su nariz se desencadena el caos. La otra secuencia es la de la máquina automática para dar de comer a los obreros con el fin de que tengan las manos libres y puedan seguir trabajando durante la eliminada pausa de la comida. Chaplin es el conejillo de indias para probar la máquina, que enseguida funciona mal y lo somete a un hilarante tormento, sobre todo con una mazorca de maíz que lo machaca. Eso sí, cada vez, una almohadilla, que hace las veces de servilleta, le limpia con delicadeza el morro, hasta que también se estropea y le da una paliza.
En Netflix, cuando termina un capítulo dispones de muy escasos segundos (creo que son cinco) para escoger que quieres leer los créditos de lo que has visto en vez de que empiece el siguiente. Es un pequeño pero molesto agobio, un sistema pensado para que consumas sus productos sin cesar, sin pausa, sin permitirte una mínima reflexión no solo sobre lo que acabas de ver, sino sobre si quieres ver más de ese modo seguido y automático; sin entrar en la falta de respeto que supone hurtar de esa manera los nombres de quienes han hecho la serie. Con las películas operan solo un poco más despacio: mientras pasan los créditos una ventanita te amenaza con la inminente irrupción del tráiler de otra. Me lo tomo como un castigo leve y de justicia poética por mi defecto vitalicio de impaciencia, que no he conseguido evitar ni con la templanza que da la suma de edad y que me ha hecho cometer diversos errores.
Un caso exagerado. Me contó una amiga, que es médica de atención primaria, que en la cola para extracciones de su centro de salud a un hombre le dio un patatús y se desplomó. Mientras intentaban reanimarlo, uno de los de la cola se quejaba, con ganas de bronca, porque tenía mucha prisa y había llegado antes que el del jamacuco.
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