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A esta mujer habrá que enterrarla alguna vez, digo yo. Andan los británicos con el féretro plantado sobre un catafalco, haciendo colas como si fueran a montarse en el Dragon Khan y uno teme que, por el efecto del cambio climático, a la reina le ... pase como a los glaciares alpinos, empiece a descomponerse y de pronto cunda algún olorcillo dificultoso en Westminster, lo que al menos ayudaría a disolver el cortejo y a decretar que ya se acabó el jubileo y todos a trabajar. No soy yo, como habrán advertido, hombre que preste mucha atención a las postrimerías. Tengo dicho a mi familia que, cuando la casque, por mí como si me meten en una bolsa del Carrefour y me bajan al contenedor de la esquina.
A la reina Isabel le ha pasado como a Fernando el Católico, que palmaron muy lejos y eso ha obligado a hacerles una gira de despedida a lo Rolling Stones. Fernando entregó su alma en Madrigalejo, provincia de Cáceres, y hubo que llevárselo en andas hasta Granada. «Lo horrible está en dónde lo llevó a morir la voluntad divina, en una casita desguarnecida e indecorosa», se lamentaba en 1516 Pedro Mártir de Anglería. Isabel II se había refugiado en Balmoral, que no es precisamente una casita desguarnecida e indecorosa, pero eso ha exigido desarrollar no sé cuántos protocolos tan agotadores que hasta Carlos III, con los tinteros definitivamente en contra, se ha tenido que pillar un día libre. Todo este ajetreo le está agriando el carácter al nuevo rey y Camila debería tomar cartas en el asunto. Sería oportuno que, la próxima vez que su marido le eche la bronca a un lacayo torpón, la reina consorte le replique suavemente, con esmerada dicción oxoniense: «Charles, querido, ese genio en la cama».
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