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Entre las obras de George Orwell, el hombre que denominó la Guerra Fría como «la paz que no era paz», hay una novela cuyo título es '1984'. Su protagonista es un funcionario del 'Ministerio de la verdad', una entidad encargada de controlar la información en ... un mundo regido por grandes potencias y fuertemente vigilado por una mirada que penetra hasta la intimidad de los ciudadanos. En la sociedad que Orwell imagina, el lenguaje es adulterado continuamente para modificar los hechos o bien para crear una nueva realidad. Pienso a menudo en Orwell cuando escribo, y en las nuevas definiciones lingüísticas que salpican nuestra vida. La terminología que nombra lo que vivimos se vuelve cada día más relevante; modifica, embarra, confunde y hasta consigue crear un cierto caos sepultando el significado y ocultando la crudeza de la realidad. Sabemos que las palabras nunca son inocentes y que al pronunciarlas tenemos encendido ese piloto que regula la intensidad de la ofensa o la adulación.
Ahora, desactivar las palabras parece haberse convertido en una de las cualidades que necesita el político en el poder. Al inicio fue lo políticamente correcto: el ciego se convirtió en invidente, el cocinero en restaurador, el cojo en minusválido y el obrero en un operador de lo que fuera. No estuvo mal el replanteamiento hasta que se cogió carrerilla y un descarado y copioso eufemismo habitó entre nosotros, borrando la frontera ética de nuestro valioso poder de comunicarnos. Añoro el tiempo en que, sin perder las formas ni esconderse tras los visillos del poder, se podía comprender el significado de palabras como 'perdón'.
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