Los Juegos Olímpicos eran, hasta hace bien poco, una reivindicación del esfuerzo, además de una demostración política de la inversión en deporte de los distintos países que conformaban el mundo. Las banderas patrias y el orgullo formaban parte de sus ingredientes esenciales. Cada cuatro años, ... nos sentábamos a comentar el desfile de los participantes sopesando el grueso de los ejércitos de deportistas y sus atuendos. Aunque ignoraras todo lo referente a la especialidad que contemplabas, te quedabas boquiabierto advirtiendo el desafío secreto, el control, la expectación de los deportistas retándose a sí mismos para bajar unas décimas de segundo el récord.
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Estas olimpiadas de Tokio, las más modernas y tecnológicas que se recuerdan, se me antojan descafeinadas, sin la expectación que la cultura del esfuerzo necesita. A pesar de que las medallas estén hechas de material reciclado a partir de móviles, de que la música haya sido compuesta por inteligencia artificial, algo se ha dado vuelta, o al menos ha iniciado un movimiento interno que empieza a desvelar la otra cara de la moneda. Los desafíos no solo son deportivos; se habla de la inoportuna feminización del vestuario de las atletas, de la salud mental que se resiente después de conseguir objetivos casi inhumanos, de la tecnología aplicada al deporte, de esos entrenadores que tutelan a los niños que de adultos subirán a los podios…
Quizás la inclusión de nuevos deportes, casi todos urbanos -el surf, el skate boarding, la escalada deportiva, el karate, el béisbol y el sóftbol- venga para convencernos de que los deportistas no pueden ser dioses del Olimpo.
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